La propuesta de una constituyente para reformar la Justicia no tiene nada de absurdo. Sin embargo, por provenir del uribismo nació muerta.

El reciente fracaso de la reforma a la Justicia por los ‘orangutanes’ que metieron los conciliadores es algo así como el decimoquinto fracaso que ha vivido el país en 40 años de intentos en su anhelo de tener un sistema judicial eficiente y justo. Algunas de estas iniciativas han fracaso por problemas de procedimiento, otras por falta de músculo político, otras por choque de trenes y otras por ‘micos’ a último momento, pero el hecho es que a pesar de todos estos esfuerzos en Colombia no ha sido posible hacer realidad una reforma a la Justicia que garantice que esta rama del poder público que hoy no está funcionando, de verdad funcione. Ante esta serie histórica de frustraciones, lo lógico sería recurrir a un mecanismo de solución expedito y competente que no estuviera sujeto a toda clase de presiones. Y como se ha demostrado que las leyes ordinarias no son suficientes y que los actos legislativos acaban siendo intercambios de favores, la única alternativa sensata sería una constituyente con ese fin especifico.

Una fórmula de esta naturaleza tendría grandes ventajas. En primer lugar la convocatoria de la constituyente seguramente establecería unos requisitos de conocimiento jurídico para las personas que aspiren a formar ese organismo, de tal suerte que las discusiones que tendrían lugar en la misma serían entre personas altamente calificadas. Para que haya una combinación de experiencia y de posibilidades de consenso, el número de participantes sería muy inferior al del Congreso en pleno que tramitó la reforma pasada. Se ha hablado de 50 juristas o una cifra de ese orden. Una vez sea aprobada la ley que lo convoca y la constituyente haya sido elegida se establecerá un tiempo prudencial que tendrá como duración todo el proceso de sesiones para garantizar que se llegue a un resultado concreto, sin debates eternos. Probablemente se llegaría a esto entre un mínimo de tres meses y un máximo de seis. El proceso estaría controlado por la Corte Constitucional, que tiene esa facultad por la Carta de 1991.

Los beneficios de esta fórmula, que ante el último descalabro saltan a la vista, en este momento son objeto de una tormenta política de gran intensidad. El gobierno, con el presidente a la cabeza, la objeta como inconveniente y peligrosa. El uribismo la ondea como bandera por lo cual ha sido percibida como un acto de oposición. El vicepresidente en su lecho de enfermo la aprueba y la desaprueba poniéndole así picante y más política a la polémica.

El trasfondo del asunto es que por provenir del uribismo la constituyente no es viable. Se ha convertido en una medición de fuerzas entre Santos y Uribe, y como esa medición tiene que pasar por el Congreso la aplanadora de la Unidad Nacional no va a permitir que despegue. Como no se puede reconocer que se trata de un juego de poderes el veto se justifica con dos argumentos, uno público y uno privado. El público es que una constituyente es un salto al vacío en el que se sabe cómo empiezan las cosas pero no cómo terminan. Y el privado es que la constituyente no será más que un ‘caballo de Troya’ para que Álvaro Uribe cambie la Constitución y pueda ser reelegido. Por cuenta de estas dos premisas, la constituyente nació muerta.

Si no fuera por el juego de poderes esos dos temores podrían ser superados. El argumento de que una constituyente, convocada con un fin especifico, podría en la mitad del camino ampliar su mandato sin limites de ninguna naturaleza es por decir lo menos exagerado. Si después de 40 años de fracasos hubiera un consenso nacional para convocar a una Asamblea de esa naturaleza con el único propósito de reformar la Justicia es difícil pensar que sus integrantes decidan ponerle conejo al país para restaurar a Álvaro Uribe en el poder. Y eso no solo es improbable políticamente, sino imposible de justificar jurídicamente. Según el constitucionalista Jacobo Pérez Escobar una vez que la Asamblea ha sido convocada con un fin especifico, “esta no puede sin dar un golpe de Estado, cambiar la Constitución completamente o salirse de los temas que han sido señalados por el pueblo”. Y al respecto agrega otro constitucionalista, Juan Manuel Charry, que el miedo a Uribe es “un pobre argumento” porque “la Asamblea tendría la competencia, periodo y composición que determina la ley que lo convoca y el proceso tendría el control de la Corte Constitucional”. Charry es uno de los prestigiosos juristas no uribistas que consideran que si no fuera por los factores políticos una constituyente es la única solución real para un problema de la dimensión que tiene la Justicia en la actualidad. Tienen esa misma convicción otros pesos pesados, nada antisantistas, como Néstor Humberto Martínez, quien hace más de un año escribió que “la constituyente es el camino para lograr un consenso capaz de promover la solución a todos los problemas de la Justicia, sin dogmatismos ni mezquindades”. No menos contundentes estuvieron el exministro Jaime Castro y el director de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Augusto Trujillo, en una columna de prensa.

Sin embargo el fantasma del tercer periodo de Uribe no es el único obstáculo que tendría la constituyente. No menos grave es la división que hay entre los mismos uribistas. La propuesta de Juan Carlos Vélez tiene como único fin la reforma a la Justicia, pero la de Miguel Gómez le agrega la conformación de Colombia como un país de regiones y la eliminación de la reelección presidencial. Con este último punto le mete un ingrediente político que la vuelve aun menos viable. Por lo tanto, el verdadero nudo gordiano que tiene la constituyente no es tanto que los juristas elegidos se vuelvan uribistas, sino que la clase política colombiana se logre poner de acuerdo en limitarla solamente al tema de la Justicia, pues desde el momento en que se le pongan otras arandelas, por más trascendentales que estas sean, la iniciativa no prosperará. Es lamentable que este consenso sea difícil de obtener pues si hubiera una propuesta unificada, concreta, especifica y limitada tendrían menos artillería los opositores para fusilarla.

En todo caso, por cuenta de la presencia del fantasma de Uribe y de la falta de consenso, durante el gobierno de Juan Manuel Santos no habrá constituyente para reformar la Justicia. No obstante, dada la gravedad de la situación que atraviesa esta rama del poder público y dada la inutilidad de ponerle paños calientes a un paciente terminal no es imposible que tarde o temprano se tenga que volver a esta idea. El éxito de esa futura iniciativa dependerá no tanto del contenido sino de quien la proponga. ¿O es que alguien duda que si el presidente Santos, después del descalabro de la reforma a la Justicia, hubiera salido en televisión proponiéndole al país una constituyente como la única solución, los colombianos no hubieran salido a rodearlo masivamente? Seguramente los primeros en oponerse serían los uribistas.