La viabilidad de una segunda reelección del presidente Álvaro Uribe es quizá la decisión más importante que tome una alta Corte en más de un siglo. Sobre todo porque la Corte Constitucional enfrenta un gran dilema. Por un lado, un aumento en el apoyo popular de la reelección y, por el otro, un aumento en el rechazo del establecimiento ante la posibilidad de que Uribe repita una tercera vez.

Mientras en las últimas encuestas el apoyo a la gestión del Presidente subió de 71 a 74 por ciento y el 50 por ciento votaría a favor de reelegir al Presidente, crecientes sectores de la academia, los medios, los gremios, los empresarios, las ONG, la Iglesia -y hasta sectores de los estrato 5 y 6 que lo idolatraban-, han expresado los peligros que significa para la democracia que un hombre se perpetúe en el poder.

Así, mientras las mayorías claman espontáneamente a su líder y le dan una enorme legitimidad popular, la mayoría de la clase dirigente enarbola cada vez con más fuerza la defensa de las instituciones y la necesidad de alternar el poder.

Es, sin duda, una ‘papa caliente’ para la Corte Constitucional, donde habrá inevitablemente consideraciones de grueso calibre jurídico y de buenas dosis de filosofía política.

Paradójicamente, las numerosas irregularidades que han sido denunciadas a lo largo del trámite del referendo son por lo general sobre asuntos de forma. En este tortuoso camino, la lista de los posibles vicios de forma es larga: violación de los topes, donaciones en especie no registradas, sesiones extra irregulares convocadas por el Congreso, violación del principio de consecutividad, ilegalidad en la manera como los congresistas cambiaron la pregunta de origen popular, entre muchos otros. Sobre estos vicios, la Corte puede pronunciarse aunque a los reeleccionistas -y a la mayoría de los colombianos, por lo visto- no les parezca demasiado grave.

Sin embargo, las verdaderas amenazas que el referendo representa para la democracia son sobre asuntos de fondo. Lo que está en juego no son sólo la estabilidad de las instituciones, la separación de poderes y el sistema de pesos y contrapesos. Se trata, en el fondo, de que existe la posibilidad de que se estén socavando los pilares de la democracia colombiana. En particular, también está de por medio si ese concepto de mayorías tiene límites o si es automáticamente suficiente para alterar el conjunto de principios que han regido el país a lo largo de su historia. “La violación de la estructura básica de la Constitución es inconstitucional. Porque hay un conjunto de valores centrales en la Constitución que no se pueden tocar”, afirmó en El Tiempo el ex ministro y constitucionalista Humberto de la Calle.

La realidad es que hay tantas irregularidades de forma que no le parecen graves a la mayoría de los reeleccionistas, y tantas implicaciones institucionales que les parecen gravísimas a las minorías antirreleeccionistas, que la Corte se encuentra en un sándwich entre esos dos extremos.

Por lo pronto, el futuro de la democracia colombiana está en manos de estos magistrados que pueden fallar en cualquier sentido, pues existen argumentos que pueden ser convincentes para cada una de las dos interpretaciones.

La Corte, en su decisión final, tendrá que partir de la base de dos premisas: primero, que la mayoría de los colombianos quiere la reelección de Álvaro Uribe. Y segundo, que la forma como el Presidente está buscando perpetuarse, mal que bien, se ajusta a la normatividad jurídica vigente.

Por lo tanto, lo que hay que determinar no es si hay un golpe de Estado constitucional, pues no lo habría si se surten los pasos que dicen las normas, sino si se está corriendo demasiado la cerca en materia institucional. Es decir, que por la vía de la legalidad, se estarían afectando los principios básicos de la Constitución y de la democracia colombiana.

Sobre este tema ha corrido mucha tinta en los últimos meses. La mayoría ha sido de expresiones de oposición a que se perpetúe una persona en el poder o a críticas personales contra el Presidente. En la avalancha de protestas hay toda suerte de fuegos artificiales: la dialéctica efectista de los columnistas de opinión, las voces académicas e intelectuales que no salen de su burbuja, las declaraciones efímeras de la Iglesia, las palabras de los gremios que se las lleva el viento, y el inconformismo silencioso y táctico de muchos empresarios. Pero detrás de todo este cuadro de angustia y preocupación sobre el impacto de la reelección en la estabilidad del país, ha habido más convicción que argumentación.

Sin embargo, en medio del mar de escritos que ha nutrido el debate sobre el tema hay algunos aportes conceptuales de sustancia que vale la pena registrar.

El primero es el del historiador Jorge Orlando Melo, quien desde una perspectiva histórica mostró que cuando en Colombia las mayorías han decidido a través de fórmulas plebiscitarias cambiar las reglas del juego sin consentimiento de las minorías, esas experiencias han desembocado en guerras o períodos de alta turbulencia política.

Esto llevó a la dictadura de Simón Bolívar en nombre del pueblo, y ocurrió en 1859 y 1898 cuando el Congreso expidió leyes electorales que favorecían al gobierno de turno y que, en ambos casos, terminaron en guerra civil. Para Melo, sólo la reforma de 1910, que dio derechos limitados a las minorías, generó una época de cierta tranquilidad política. Por esa razón, en Estados Unidos, la Constitución no se puede cambiar sin que lo apruebe la minoría. “Esta idea de que la mayoría tiene el derecho a decidir sola las reglas del juego produce, como es lógico, inestabilidad y caos. Cambiar las reglas a mitad de partido, cuando conviene a la mayoría, es contra la lógica de una democracia madura. En Colombia se ha hecho muchas veces y los resultados han sido siempre malos”, dice el historiador Melo.

Otro argumento que ha sobresalido en medio de la artillería antirreleecionista es el del ex ministro Juan Camilo Restrepo cuando advierte que no se está frente a un referendo, sino frente a un plebiscito. Un referendo es una pregunta que se le hace a la sociedad sobre un tema para que esta decida qué hacer. Por ejemplo, si los violadores de menores merecen cadena perpetua o si las parejas de homosexuales pueden adoptar o no. Lo hacen con frecuencia los países europeos. En cambio, el plebiscito “suele ser sobre las personas, sobre el deseo ciudadano de que determinada persona permanezca o no en el poder (…) y nuestra Constitución permite los referendos, pero no los plebiscitos”. Para Restrepo, el gobierno está metiendo gato por liebre.

“Con el referendo reeleccionista se les está dando una burda transmutación a los dos conceptos: lo que en el fondo y en realidad es un plebiscito se envuelve ahora en el atractivo papel celofán de los referendos y del Estado de opinión”, escribió Restrepo en Portafolio. Este es un punto central para que la Corte decida si se trata realmente de un referendo o si es, más bien, un “plebiscito disfrazado”.

Un tercer argumento va al corazón del poder legislativo en su facultad para afectar la Constitución y lo plantea el investigador y columnista de El Espectador Mauricio García, cuando señala que si bien el Congreso puede reformar la Constitución, no puede sustituirla. Y con la aprobación del referendo se sustituye, ya que la segunda reelección de Uribe acaba con los controles institucionales y con la alternación política que son, para García, los dos elementos esenciales de la Constitución. “Uno de los principios esenciales del derecho moderno es que las normas son generales y abstractas. No están hechas para fulanos de tal como sucedía en las monarquías o como sucede en los regímenes clientelistas. Pero en Colombia el referendo está hecho para ambas cosas, para beneficiar al fulano que nos gobierna y para otorgarles favores a quienes lo apoyan”, escribió García en su columna.

Pero para algunos sectores del establecimiento, la democracia está tan lesionada, que la prioridad ya no es defenderla sino restaurarla. Eso cree la columnista de El Tiempo Claudia López, cuando afirma que con la primera reelección -y ahora con la segunda- se le ha dado un golpe mortal a la institucionalidad que existía en el país y que había sido clave para enfrentar los flagelos de la violencia y el narcotráfico.

Lo que tiene indignados a muchos en la clase dirigente y la intelectualidad es que se estén cambiando las reglas y amañando el Estado para una persona, algo que va en contravía de la cultura política y de la tradición constitucional del país. Lo expresó de una manera dura y franca la columnista Cristina de la Torre cuando escribió hace unos días: “Uribe halaga la soberanía popular, los voticos, y los envuelve en miel para feriar, de golpe, 200 años de una democracia en construcción”.

Esa frase, por violenta que parezca, hace eco de un sentimiento que tienen algunos sectores de la clase dirigente, o lo que se podría llamar la intelligentsia colombiana, de que el Presidente está manejando al país como si fuera su finca. Las instituciones de una nación son un patrimonio colectivo que ha tomado siglos en ser edificado. El poder en la democracia, por otra parte, es prestado y transitorio. Álvaro Uribe parece estar desconociendo estos dos principios. Y no deja de sorprender que una persona tan seria y tan digna como él lo haga. Porque llevarse por delante las tradiciones y las instituciones de un país en la forma como lo está haciendo no es ni serio ni digno.

Además ningún país serio, ni ninguna democracia madura, ni ninguna sociedad civilizada tiene leyes que se confeccionan para una sola persona. Y eso, increíble como parezca, está sucediendo en Colombia.

Frente al peso histórico de una tradición democrática, pero al mismo tiempo frente a la presión inevitable de unas mayorías que tienen una expresión política, la Corte Constitucional no la va a tener fácil. Es tal el desafío, que cada magistrado tendrá en sus manos una parte del destino de la Nación.

Sin embargo, los mayores problemas que enfrenta la Corte no son ninguno de los conceptos jurídicos expresados por terceros hasta ahora, sino los expresados por la propia Corte cuando sentó jurisprudencia al aprobar la primera reelección. En esa oportunidad, la Corporación anterior dictaminó de manera taxativa que ninguna persona podría ser elegida más de dos veces Presidente de Colombia. Para que este tercer período sea posible, sería necesario que ese organismo constitucional cambiara radicalmente ese criterio, yendo en contravía de lo que conceptuó hace cuatro años.

Puede que esto suceda. Esto querría decir que si el primer mandatario ya resolvió su encrucijada al decidir quedarse en el poder, empieza ahora la encrucijada de la Corte, que tendrá que decidir si se lo permite.