A continuación se transcribe la columna de opinión de nuestro director ejecutivo, Hernando Herrera Mercado, publicada en Ámbito Jurídico el 7 de junio de 2023.
Este año se cumplen 220 años de la expedición de una de las sentencias más emblemáticas de las proferidas por la Corte Suprema de Estados Unidos y que se acuña bajo las partes concurrentes a su trámite, Marbury vs. Madison, hito que estableció el “principio” de revisión judicial de las leyes, en especial, el poder de declarar inconstitucionales los actos legislativos y ejecutivos. Tal opinión unánime adoptada por ese tribunal supremo fue escrita por su presidente John Marshall, quien fungió como brillante magistrado de 1801 a 1835, y bajo cuyo liderazgo se dio interpretación primigenia a la, por aquel entonces, recién adoptada Constitución estadounidense. Precisamente, el llamado principio de “revisión judicial” dictaminó que es la justicia la que tiene la última palabra para decidir si la legislación (y, en general, todo acto emitido por otros poderes públicos) es constitucional, con lo que se supedita (y se limita) a la legalidad la autoridad que ostenta el Congreso y el Gobierno, y se convirtió a la Rama Judicial en el supremo árbitro de la ley.
Rememorar esta sentencia en nuestros días posee significación mayúscula cuando la justicia también está convocada a servir de contrapeso institucional, y así llamada a evitar los abusos y la arbitrariedad de las tropelías del totalitarismo, el populismo, el caudillaje mesiánico de cualquier orilla ideológica, y, en consecuencia, defender la democracia. Desde esa perspectiva, el freno al acto irregular se expresa repudiando el abuso o la extralimitación, como bien lo describiera el siempre recordado “juez Marshall”, señalando que, “si el Congreso, en el ejercicio de sus poderes, adopta medidas que están prohibidas por la Constitución; o si el Congreso, con el pretexto de ejercer sus poderes, aprueba leyes para la realización de objetos no encomendados al gobierno; se convertiría en el penoso deber de este tribunal, en caso de que se presentara ante él un caso que requiriera tal decisión, decir que tal acto no era la ley del país”.
En la contemporaneidad, traer la efeméride de ese importante fallo a colación resulta transcendente en atención a que, como nunca antes, se evidencian casos en los que los gobernantes o los congresos, sin pudor, desafían los marcos constitucionales. Precisamente, en nuestro continente proliferan los casos a ese respecto, y en particular los expedientes de mandatarios (autócratas o regímenes autoritarios) que han pretendido minar la independencia judicial para evitar la revisión objetiva y constitucional de sus actos (por las que clama la aludida sentencia Marbury vs. Madison). A ese respecto imposible no tener presente el tristemente célebre episodio sucedido en Perú y conocido como el “fujimorazo”; el denunciado en su momento por Human Rights Watch en Ecuador, donde el llamado “correísmo” intentó cooptar el sistema judicial con la toma de la Judicatura para presuntamente direccionar la elección de jueces; el caso nicaragüense, donde, de conformidad con denuncias internacionales, el régimen de Ortega manipula el sistema de justicia para volcarla contra sus opositores, y, por último, el caso de Venezuela, donde el oficialismo se tomó el Tribunal Supremo para reducirlo a ser amanuense hincado a la dictadura.
Estos eventos y otros cercanos que acechan evidencian el enorme desafío que poseen los(as) jueces(zas) de nuestros tiempos para no desistir de su encargo de servir de garantes de la institucionalidad. De allí que, como lo hemos dicho tiempo atrás, proteger a la justicia frente a los coqueteos, presiones o intimidaciones de los otros poderes se convierta en materia esencial para preservar la esencia del Estado social de derecho y de la democracia. También es bueno reiterar que, para que esos criterios se impongan, se requiere la mentada revisión judicial, parámetro fundamental llamado a frenar el abuso de los otros poderes y garantizar las libertades ciudadanas, todo ello misión indelegable y suprema a cargo de cada funcionario(a) judicial a los que se les ha confiado en toda civilización organizada, incluida, claro, la nuestra, tamaño cometido. A ellos(as), en consecuencia, nos debemos por entero para defender su tarea, como también, ellas(os) se deben por entero a la Constitución, para preservarla.
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