Tras el alud de declaraciones y propuestas de presidentes de las altas cortes judiciales, congresistas, la academia, el Gobierno y otros sectores en la última semana, quedó claro que haber radicado la iniciativa sin tener una plataforma más amplia sobre las modificaciones y ajustes que requiere esta rama del poder público, fue un riesgo muy alto y, al tenor de la forma en que el debate en la Comisión I rompió fuegos, bien podría llevar a una nueva frustración, como ha ocurrido con todos los proyectos de reforma judicial que se discutieron en los últimos años, en donde el archivo terminaba siendo la única y resignada opción para esquivar las controversias y choques de tesis sobre la arquitectura, sistema de gobierno y prioridades jurisdiccionales.
Está claro que todo ese proceso de análisis y estudio por largos meses entre el Gobierno y la cúpula judicial de poco sirvió, pues ni se alcanzó el consenso para radicar una iniciativa conjunta como tampoco se vieron reflejados en los proyectos del Ejecutivo, el Consejo de Estado y los criterios expuestos por los voceros de los otros altos tribunales mayores puntos coincidentes. El futuro del Consejo Superior de la Judicatura, las facultades nominadoras y electorales de las Cortes, la puja sobre la autonomía y asignación presupuestales, los límites a la acción de tutela frente a las sentencias emitidas por las instancias de cierre, la redefinición de competencias jurisdiccionales, los mecanismos de descongestión procesal y los esquemas para la investigación y juzgamiento de los funcionarios aforados, aparecen como nudos insalvables y puntos de honor en donde ninguna de las partes involucradas parece querer ceder.
En ese escenario lo peor que puede pasar es que todo termine convertido en una torre de babel, con un sinnúmero de proyectos, propuestas, contrapropuestas y ajustes ‘creativos’ sobre lo que debe ser la reingeniería judicial. Tan peligroso es que la discusión termine imbuida en el transaccionalismo y las cesiones negociadas, como que el Gobierno haga valer sus mayorías parlamentarias para imponer sus criterios.
Para superar ese desgastante escenario lo primero que se tienen que fijar son las prioridades de la reforma y es claro que por más importantes que sean y válidas las posiciones de sus defensores, ellas no se centran necesariamente en el pulso presupuestal, la autonomía de poderes, el celo institucional de los altos tribunales frente a las competencias del otro o la misma definición de quién nomina o elige a los titulares de la Procuraduría, la Fiscalía o los propios magistrados. Todo es clave, nadie lo niega, pero la prioridad debe enfocarse en la posibilidad real de que los colombianos tengan un sistema de administración de justicia cercano, eficiente, que resuelva las contradicciones entre particulares y de éstos con el Estado de forma rápida, ejemplarizante y proactiva. Es urgente atacar la congestión de procesos penales, civiles, administrativos y laborales. No se puede hablar de justicia cuando más de un millón de expedientes se encuentran sin resolver y los índices de criminalidad e impunidad no decrecen sustancialmente y menos aún si la opinión pública tiene la percepción de que la justicia solo es para los de ruana y que aquel que tanga algo de poder, dinero o influencia, legal o ilegal, puede torcerle el cuello al Estado de derecho. Ese debe ser el principal norte de la reforma judicial y frente al mismo el resto de discusiones terminan siendo, por más importantes que puedan parecer, menores.