El problema está en que, mientras la congestión judicial aumenta, el Gobierno sigue metido de lleno en impulsar una reforma de la justicia que poco o nada va a contribuir a resolver las dificultades del atraso judicial. Así, por ejemplo, mientras impulsa la medida de entregar a los abogados y notarios ciertas funciones de jueces para la resolución de pequeñas causas, el informe muestra que dos de cada tres casos que ingresaron en el 2010 a la Fiscalía correspondían a hurtos (22,4%), lesiones personales (16,2%), inasistencia alimentaria (8,5%), tráfico o porte de estupefacientes (8,3%), violencia intrafamiliar (7,4%) y homicidio (4,1%).

Es claro que la mayor presión delictiva sobre la administración de justicia no solo proviene del descuido del Gobierno, que por andar metido en las reformas se olvida de estructurar políticas de financiamiento, capacitación y gestión que contribuyan al mejor funcionamiento del aparato judicial. También se originan en que su vocación reformadora no puede contener la tendencia a aumentar las conductas delictivas, como ocurrió el año pasado con la expedición de las leyes de seguridad ciudadana y el estatuto anticorrupción que tipificaron 18 nuevas conductas delictivas.

El problema no está entonces en el sistema acusatorio, como podría pensarse, sino en la falta de políticas públicas de justicia. En el informe se encuentran datos que muestran las ventajas que le ha traído al país la adopción de ese sistema. Por ejemplo, la reducción de tiempos procesales, que pasaron de un promedio general de 890 días en el 2007 a 120 días en el 2010; y la disminución de los costos promedio de los procesos penales, que pasaron de 1’018.805 pesos en la Ley 600, a menos de 500.000.

Además, el 74,2% de las sentencias condenatorias resultó de la aceptación de cargos y el 12,6% fue el producto de un preacuerdo, lo que, según la CEJ, “evidencia la importancia que tienen los instrumentos de justicia premial en la eficacia del sistema acusatorio”.

El informe es exhaustivo al mostrar con cifras los inconvenientes que impiden que el sistema acusatorio haga una mejor contribución a los objetivos de hacer más eficaz y eficiente el sistema penal; de perseguir y sancionar la criminalidad; otorgar mayores garantías a los ciudadanos; fortalecer la justicia restaurativa; o aumentar la confianza de los individuos en la calidad de las decisiones judiciales. Pero el problema no es del sistema.

Es la falta de políticas. Es del Gobierno, que es el responsable de trazar los cursos de acción que faciliten las tareas de los operadores judiciales.

El Gobierno debería recobrar la lección que a César Gaviria le dejó su paso por la presidencia, cuando reconoció que “si volviera a gobernar, dedicaría más esfuerzos a mejorar la calidad de las políticas públicas que a pensar en las grandes reformas”.