El 20 de julio el presidente de la República, Juan Manuel Santos, pronunció un largo discurso en el que hacía un balance de su gobierno.
Con el comienzo de la nueva legislatura, una de relaciones minadas entre Ejecutivo y Legislativo, el presidente quiso hacer énfasis en un punto que es sin duda muy importante: la negativa de su parte a convocar a una asamblea nacional constituyente. Le parece peligroso y razón no le falta.
Algunos congresistas han decidido lo contrario, pese a su sugerencia. Claro, con todo el derecho a disentir. Y, para que sea más diciente el gesto, a falta de uno serán radicados dos proyectos. Por un lado está el del senador Juan Carlos Vélez, del Partido de la U —un alfil reconocido del uribismo—, que pretende llamar a una asamblea nacional constituyente para reformar exclusivamente la Rama Judicial; algo así como un segundo intento tras el fracaso rotundo que fue la reforma a la justicia. Por el otro está el representante Miguel Gómez, del mismo partido, que quiere convocarla para reformar más temas: régimen territorial, justicia, reelección, entre otros.
Todo llega en el momento político justo, qué casualidad. Cae como anillo al dedo la conformación del mal llamado Puro Centro Democrático y su intención de entrarle de frente a la Constitución para reformarla. Las estrellas se han juntado, pero esta vez en contra de Santos. Es posible que el presidente no quiera una asamblea constituyente porque podría interferir de manera determinante en los planes para el desarrollo de su gobierno (y del próximo, quién sabe).
Pero más allá de la coyuntura política y del derecho que a cada quien asiste de luchar por sus intereses, lo cierto es que pensar en una asamblea constituyente, a tan sólo 20 años de haberse promulgado la Constitución, es casi un exabrupto. La pregunta real aquí no es si se necesita o no reformar la justicia (que sí) o si la Constitución contiene aspectos normativos que, modificándose, puedan redundar en un mejor funcionamiento de la rama (que también). El cuestionamiento verdadero, que los oportunistas parecen no hacerse nunca, es el siguiente: ¿le conviene al país, en este momento político tan tenso, convocar a una asamblea nacional constituyente?
Porque por el boquete de la reforma a la justicia (o a la reelección o al régimen territorial) se pueden filtrar otros mil temas, perjudiciales o no, que los representantes en esa asamblea querrían tratar. Cosas nuevas, que luzcan convenientes en este momento. “Ya estando ahí…”, reza el dicho popular. Y en momentos como éste, cuando los ánimos están tan caldeados, se hace innecesario quemar tan rápido los fusibles ideológicos que guían el derecho en Colombia. La Constitución ha ayudado a promover el Estado social de derecho y la defensa de los derechos fundamentales. Los proponentes de la convocatoria dirán que esto no va a cambiar de la noche a la mañana con la reforma, pero eso no lo sabemos con certeza y menos con los constantes embates de los últimos años contra la carta política.
Antes de ser tan impulsivos y presentar proyecto tras proyecto, los congresistas deberían hacerse primero unas preguntas que les bajen la fiebre reformatoria. Lo hemos dicho: una reforma es necesaria, pero las leyes que están operando, es decir, los nuevos códigos, podrían contribuir en gran medida a que el acceso y la celeridad de los procesos judiciales se agilicen. Esto mientras encontramos otras formas de reglamentar o interpretar la Constitución. ¿Pero cambiarla y —con más preocupación— en una asamblea constituyente? No suena muy razonable. Menos mal, y que no lo olvide nadie, antes de salir al voto popular, la Corte Constitucional deberá decidir sobre la constitucionalidad de la misma.