La reforma a la Justicia está a punto de ser aprobada por el Congreso, tras surtir varias modificaciones a lo largo de siete debates que se le han dado.
Aunque a la reforma a la Justicia solo le falta el último debate en el Congreso de la República, todo parece indicar que, una vez aprobada, serán muchas las preguntas que deberán responder quienes se encargaron de su trámite, empezando por los congresistas y magistrados que se pusieron en la tarea de sacarla adelante.
Llama la atención, y preocupa, que en los pasillos del Capitolio haya comenzado a hablarse de acuerdos y componendas entre congresistas y magistrados para lograr la aprobación de ciertos artículos que benefician directamente a estos últimos, entre ellos el que tiene que ver con la ampliación de los períodos de los actuales togados de 8 a 12 años, así como el de la edad de retiro de 65 a 70 años.
En el Congreso hay quienes afirman en privado –aunque sostienen que lo negarán en público– que enviados de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia habrían hablado con congresistas a quienes les habrían dicho que se “despreocuparan” de los procesos que se llevan a cabo en su contra, siempre y cuando den vía libre a los artículos que se refieren a la extensión de los períodos, así como el de la edad de retiro.
Esa serie de rumores no contribuyen con la transparencia que una iniciativa de esa trascendencia requiere. Todo lo contrario: enturbia las aguas y deja en el ambiente una estela de presuntas componendas que atenta contra la legitimidad de la misma.
De hecho, ya hay quienes cuestionan el hecho de que algunas investigaciones que adelanta la Corte Suprema de Justicia estén ‘empantanadas’ en algunos despachos, hasta el punto de que no se volvió a hablar de las mismas, como sería el caso de las notarías adjudicadas a familiares o recomendados de congresistas.
La reforma, pues, saldrá del Congreso, pero nadie garantiza que la misma no sea objeto de duros cuestionamientos.
Un proyecto con muchos reparos beneficiados
La reforma judicial que de manera decidida promueve el Gobierno Nacional, y que terminará aprobada por el Congreso contra viento y marea, tiene mucho de reforma y poco de justicia, pues sirve para solucionar muchos problemas relacionados con la ‘repartija’ del poder pero no tiene ninguna utilidad para los problemas que permiten la morosidad, la corrupción y en general la ineficiencia y la ineficacia de la administración de justicia.
Lo que realmente se adopta con el acto legislativo que está a punto de ser aprobado es un blindaje mutuo de los más altos dignatarios de las tres ramas del Poder Público, de modo que cada uno pueda hacer dentro de su ámbito de competencia lo que le venga en gana sin que puedan operar los controles entre cada una de ellas.
Para decirlo en plata blanca: procesos como el 8.000 y la parapolítica no volverán a verse, pues lo que está siendo aprobado por el Congreso de la República no es otra cosa que una colcha de retazos con la que podrían cubrirse los dignatarios de los tres poderes.
Mientras tanto, el ciudadano de a pie seguirá soportando que los procesos ordinarios se demoren hasta 15 años. O como dicen los abogados: un proceso durará lo mismo que la vida útil de un litigante.
¿Quiénes ganan y quiénes pierden?
Gana el Congreso de la República, pues retorna la figura de la inmunidad parlamentaria, que en el pasado se prestó para todo tipo de actos irregulares y hasta ilegales, hasta el punto de que cuando desapareció con la Constitución de 1991 era conocida como la ‘impunidad parlamentaria’.
La reforma hace prácticamente imposible que los procesos penales, disciplinarios o administrativos lleguen a buen término. De igual manera fija sanciones ridículas por violación al régimen de incompatibilidad e inhabilidad.
Gana también el Gobierno, que logró volver a sentar a la mesa a los presidentes de las altas cortes y puso fin a la ‘rebelión’ que contra la reforma habían declarado los togados, quienes se sintieron maltratados por el Ejecutivo.
La Corte Suprema de Justicia pierde frente al país, pues la percepción que había logrado transmitir de poder moral de la República se ve seriamente afectada al saberse de las mangualas a las que tuvo que llegar para lograr la extensión a 12 años de los períodos de los actuales magistrados. Ese baldón moral siempre manchará la toga hasta la actual reforma que siempre se había mantenido inmaculada. El costo que pagará la Corte será alto.
¿Una iniciativa pactada con los congresistas?
En los pasillos del Congreso de la República uno de los temas que más ha estado en labios de los parlamentarios es el que tiene que ver con la ampliación de los períodos de los actuales magistrados de las cortes de 8 a 12 años, así como la ampliación de la edad de retiro de los mismos de 65 a 70 años.
Varios de ellos indican en privado, y admiten que se niegan a reconocerlo en público, que las dos condiciones fueron impuestas por la Corte Suprema de Justicia, específicamente por la Sala Laboral, que mediante delegados de los magistrados se habrían comprometido con los magistrados a ‘analizar’ los procesos que ese alto tribunal adelanta contra los congresistas.
Nadie sabe con certeza, porque nadie es capaz de concretar con nombres propios, de dónde viene semejante clase de ofertas, pero sí resulta por lo menos sospechosamente coincidente que de un tiempo para acá los procesos que se llevan a cabo en el alto tribunal por el escándalo de repartición de algunas notarías, entre algunos otros, se hayan estancado en la Corte Suprema.
Gobierno, Congreso y magistrados deben despejar dudas
Contrario a lo que podría pensarse, una reforma a la justicia que logra poner de acuerdo al Gobierno, al Congreso y a las altas cortes, más que una demostración de la efectividad que tiene la búsqueda de acuerdos y de consensos, es objeto de todo tipo de cuestionamientos y hasta de sospechas, mucho más si la misma está precedida de todo tipo de rumores acerca de acuerdos y concesiones por parte de magistrados y congresistas.
Lo primero que deberían hacer unos y otros –Gobierno, Congreso y magistrados– es despejar todas las dudas que han surgido con respecto al trámite de la reforma y aclarar el alcance de los acuerdos logrados, especialmente aquellos que tienen que ver con la extensión de los períodos de los magistrados de 8 a 12 años, así como la de la edad de retiro de 65 a 70 años.
Lo mismo sucede con la figura de la cooptación para la elección de magistrados, que en el pasado fue cuestionada por prestarse para el surgimiento y consolidación de roscas que dejaban por fuera a aspirantes que terminaban sacrificados, precisamente, por no hacer parte de dichas roscas.
De cualquier manera una reforma a la justicia tan cuestionada y con tan serios reparos por parte de expertos y analistas debería ser sometida a un análisis profundo antes de su aprobación definitiva por parte del Congreso. Ello serviría no solo para socializar una iniciativa tan trascendental, sino también para revestirla de legitimidad.