El problema de las drogas ilícitas tiene dos caras. La del negocio, conformada por los campesinos productores, los narcotraficantes que compran y exportan la producción a países en donde su venta es altamente rentable (Estados Unidos y Europa), y los jíbaros que se encargan de distribuirla y venderla. Por otro lado, están los consumidores dependientes conocidos comúnmente como drogadictos: son el extremo débil de la relación, porque no se lucran del negocio, y sus cuerpos sufren los estragos físicos y sicológicos que ocasiona el consumo de sustancias sicotrópicas.

Sorprende que el Gobierno quiera regresar a una política de prohibicionismo total, que persiga con igual rasero a narcos, jibaros y consumidores, cuando en varios foros mundiales se vienen discutiendo fórmulas alternativas. La Declaración de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia -integrada por varios ex presidentes latinoamericanos- propuso en días pasados mantener la represión del Estado al crimen organizado, y tratar el consumo de drogas como un asunto de salud pública que requiere campañas de información, prevención y mitigación de riesgos.

La propuesta del Gobierno llega en momentos en que el último informe de las Naciones Unidas sobre drogas señala que los cultivos ilícitos en Colombia han aumentado en un 27%, lo que deja en evidencia que los millones de dólares gastados en la guerra contra los carteles y las miles de vidas sacrificadas en ella no han logrado detener su flujo a los países desarrollados. Mientras la producción y el flujo de drogas aumentan, el poder desestabilizador del narcotráfico se mantiene. Lo que hace pensar que existen fallas estructurales en la erradicación de cultivos y en la lucha contra el crimen organizado que coordina el tráfico de estupefacientes.

El Gobierno debería revisar sus políticas en las fases de producción y tráfico de drogas, como lo está haciendo esta semana en Viena la Comisión de Drogas Narcóticas (agencia de la ONU), por los resultados pobres obtenidos en los últimos diez años, antes que criminalizar al último eslabón de la cadena: los consumidores.
Como la erradicación de cultivos y la persecución de los carteles han sido ineficaces para disminuir la producción y el tráfico de narcóticos, con la penalización de la dosis mínima estaríamos en el peor de los escenarios: un narcotráfico boyante y unas cárceles abarrotadas de consumidores (enfermos). Encarcelar a los consumidores no es una medida con la potencialidad de reducir el tráfico de drogas, y sí una manera equivocada de enfrentar un problema de salud pública.

La revista The Economist ha propuesto la legalización, consciente de que las mafias existen por las utilidades altas que genera la prohibición. Es un debate álgido porque nada garantiza que desaparecidos los carteles disminuya el consumo en los mercados receptores de drogas. La propuesta parece convenirle más a los países productores que a los consumidores. Pero es mejor dar el debate que intentar penalizar a las víctimas del flagelo.

El Universal / 18 de marzo de 2009