En consecuencia, conviene intentar el análisis del citado estatuto y de su capacidad para enfrentar, prevenir y castigar conductas atentatorias tanto del debido ejercicio de la función pública como de la propia convivencia ciudadana. La tarea, siendo más propia del rigor de jurisconsultos y académicos, no impide que desde esta columna se intente una modesta y superficial contribución.
El estatuto prolonga, desarrolla y perfecciona una tradición que desde la Carta de l991 y los gobiernos de Gaviria, Samper y Pastrana se expresa en las oficinas de control interno, el Estatuto de Contratación, la extinción de dominio por enriquecimiento ilícito, los códigos Penal y de Procedimiento Penal, la Ley 190 de 1995 o el Estatuto Anticorrupción, sanciones al lavado de activos, control de entidades sin ánimo de lucro, Código Único Disciplinario, etc.
Pero el nuevo estatuto se destaca, porque constituye toda una estrategia integral para dar efectividad al orden jurídico vigente en procura de la prevención de fenómenos de corrupción, estimular la colaboración ciudadana en la fiscalización, denuncia y exigencia de cuentas a los funcionarios; en fin, para la construcción de una cultura de la legalidad, todo ello bajo la coordinación de organismos de control.
Son ambiciosos los objetivos del Estatuto: detectar las causas y motivaciones de conductas que desdoran la función pública, para neutralizarlas; adecuar el marco normativo a los estándares internacionales, con la obvia intención de responder a requerimientos de la globalización.
No bastan el alborozo por los éxitos del control estatal ni la acerba crítica ante la perversidad de las conductas sancionadas; el estatuto es voz de alerta. Castigar sirve de precedente a quienes idealizaron la impunidad como salvoconducto para cometer toda clase de arbitrariedades, pero no cierra un capítulo ingrato de la historia colombiana. Por el contrario, la gravedad de la situación exige acudir a mecanismos creados en la ley para impedir que se sigan empleando los cargos públicos y la contratación estatal como vías para delinquir y hacer fortuna a costa del patrimonio de los colombianos.
En líneas generales, a más del fortalecimiento de los procesos de investigación y juzgamiento, el estatuto endurece las sanciones e integra políticas preventivas y educativas, con la creación de organismos como la Comisión Nacional de Moralización y la Comisión Ciudadana, que tendrán a cargo la coordinación de acciones entre las autoridades de los órdenes nacional y territorial, el sector privado y la comunidad a efectos de impartir una nueva cultura que privilegie valores éticos y principios enaltecedores del esfuerzo y el trabajo, únicos medios apropiados para la consecución de metas y progreso. Además, se ocupa de la corrupción en el sector privado en cuanto lesione intereses colectivos mediante el uso indebido de recursos públicos para beneficio particular.
El estatuto en materia disciplinaria modifica los sujetos disciplinables, los procesos, la revocatoria directa y la caducidad de las acciones, aspectos que serán objeto de futuros comentarios, habida cuenta de su utilidad en la lucha contra la corrupción, que, es indudable, produce efectos devastadores desde el punto de vista político, social y económico. Pero no conviene magnificarla para convertirla en principal causa de los desastres, como se hizo con la guerrilla o con la clase política a la que se atribuye el origen de todos los problemas. Estas olas reduccionistas soslayan la complejidad de los problemas, que son múltiples, de diverso origen y, en tal medida, solucionarlos exige esfuerzos de variados frentes. La corrupción no es el único ni el más grave de los males que aquejan al país. El Gobierno actual, seguramente, estará proyectando eficaces correctivos a las políticas en el sistema de salud, carcelario, impositivo, de minería, educativo, entre otros, de manera que atiendan los intereses de la mayoría de los colombianos.
El análisis detallado del articulado de la Ley 1474 será objeto de próximas columnas.