La nueva Ministra deberá impulsar en la rama algunos cambios necesarios sin necesidad de tocar la Constitución. El camino está señalado.
Ha quedado atrás el fracaso de la reforma de la justicia. Lo traumático de su hundimiento hace poco probable que a corto plazo el Gobierno se la juegue con otro proyecto de acto legislativo en este sentido. Como ya se ha dicho, el gran perjudicado fue el ciudadano que padece las demoras de un sistema que, según datos del Banco Mundial, es el séptimo más lento del planeta, con aproximadamente tres millones de procesos estancados. Estamos ante cifras que evidencian la urgencia de explorar un plan B para mejorar el desempeño del aparato judicial.
A falta de nuevas normas, los retos principales de la transformación anhelada pasan por la gerencia. Urge, por ejemplo, un sistema centralizado de gestión que permita, entre otros, saber cuántos son los procesos represados y el estado en que se encuentran. El uso del recurso tecnológico permitiría medir resultados, ofrecer diagnósticos y fijar metas y, lo más importante, añadiría transparencia al hacer posible la consulta en línea. Es vital, tal como ocurrió en el pasado, un plan de choque que posibilite sacar adelante los procesos atrasados y cerrar aquellos que ya no tienen doliente. La descongestión no da espera.
Hacen falta recursos, sí, pero, sobre todo, se necesita información veraz para optimizar su asignación a partir de un riguroso conocimiento de las necesidades específicas. Más presupuesto no es necesariamente garantía de mejor justicia. Hay que fijar objetivos concretos y monitoreables, que condicionen la entrega de dineros.
De igual forma, la tecnología también debe ser un puente que acerque la justicia al ciudadano. Audiencias virtuales, notificaciones a través de Internet y la posibilidad de instaurar derechos de petición por esta misma vía no dan espera. Los nuevos códigos Administrativo y Contencioso Administrativo, en vigencia desde el pasado 2 de julio, representan un paso importante en este sentido. En lo que sin duda es un acierto, estos códigos, sumados al General del Proceso, extienden el uso de la oralidad. Su implementación debe ser gradual y responsable y debe contar con medios necesarios, como salas acondicionadas para las audiencias, hoy insuficientes.
Al no desaparecer, el Consejo Superior de la Judicatura pide a gritos una reestructuración que reste burocracia y sume eficiencia. La entidad debería ampliar la cobertura de jueces y tribunales. Los entes territoriales necesitan tener mayor responsabilidad: la gestión de la rama judicial debe darse “de abajo hacia arriba”, con la participación activa de municipios y regiones en la identificación de prioridades y necesidades.
La relación de la rama con el Legislativo y el Ejecutivo no debe salirse en ningún momento de la urna de cristal ni de los lineamientos que fija el buen gobierno y así erradicar malas prácticas, llámense carrusel pensional o manzanillismo.
Al margen, hay que explorar soluciones alternativas y no olvidar otras que apuntan a remediar problemas más estructurales, como la reglamentación del acto legislativo aprobado en el 2011 que promete acelerar los procesos por delitos menores al permitir en algunos casos que las víctimas investiguen y acusen.
Como queda claro, hay un inmenso campo de acción en la medida en que impere el ánimo de mejorar y se recompongan las buenas relaciones que -sin desconocer su independencia- deben existir entre los poderes públicos.
La nueva ministra del ramo, Ruth Stella Correa, cree firmemente en que hay margen de maniobra para mejorar las cosas sin tener que pasar por el Capitolio. Ahora le corresponde darle a la justicia el vuelco que prometió. El camino está señalado.