Por eso, en el Congreso ya hay dos iniciativas: una, la oficial, presentada por el Presidente de la República y su nuevo ministro del ramo, Juan Carlos Esguerra, y otra, la del Consejo de Estado, que preside Mauricio Fajardo. Nadie descarta que la Corte Suprema o el Consejo Superior de la Judicatura presenten sus propios proyectos en los próximos días.
Eso ha generado un ruido excesivo y confusión entre la opinión pública, que va a presenciar este debate durante todo un año, pues se trata de un proyecto de hondo calado y con carácter constitucional, lo que exige doble vuelta en el Legislativo.
Las líneas generales son claras: reglamentar la tutela contra fallos judiciales, para evitar el choques de trenes; cambiar la mecánica con la que son elegidos los magistrados de las Altas Cortes y definir la doble instancia para el juzgamiento penal de congresistas y funcionarios públicos de alto rango, entre otros.
Todo ello tiene que ver con la autonomía y la eficiencia judicial; en pocas palabras, con el poder de los jueces en el marco de un Estado Social de Derecho que cuenta con el equilibrio entre las ramas del poder público, como uno de sus pilares.
Como telón de fondo quedó planteada otra polémica que será una de las más importantes. Se trata del presupuesto, un asunto tan importante que, si no se resuelve, podría dejar sin dientes el resto de la reforma.
El Consejo de Estado fue el que tiró la primera piedra. En su proyecto señala que “con el fin de garantizar su autonomía, la participación de la Rama Judicial en el Presupuesto General de la Nación de cada año, incluida la totalidad de los gastos e inversiones, no podrá ser inferior a 5% del mismo, porcentaje que en ningún caso podrá ser disminuido y no incluirá el presupuesto que se asigne a la Fiscalía General de la Nación”.
Si se hacen las cuentas con base en los estimativos de 2012, esto sería pasar de $2,1 billones anuales a $8,25 billones por vigencia. Se trata de cuadruplicar los recursos disponibles. Eso sin sumar los $1,7 billones que recibe la Fiscalía cada año.
Hasta el momento, la discusión sobre la reforma ha sido planteada como de carácter jurídico, filosófico y político. Sin embargo, la financiación es una de las columnas vertebrales del debate, básicamente por los montos comprometidos.
Asignar más plata al aparato judicial sería un mensaje claro sobre el cambio de prioridades en el país. Ya se ha dicho que para consolidar la seguridad democrática hay que llevar jueces e investigadores judiciales suficientes y bien preparados a las zonas de violencia; la seguridad democrática no puede quedarse solo en la presencia militar. Aplicar justicia tiene que ver directamente con el objetivo de reducir de la violencia.
Elementos de análisis
Lo primero que es necesario establecer es si conviene llevar a rango constitucional una partida específica, tal como lo propone el Consejo de Estado. En el pasado ya hubo ejemplos, como el caso de las regalías y el sistema de participaciones regionales, que dejaron malas experiencias. Se trata de verdaderas camisas de fuerza para la ejecución del gasto público. Por eso, el Congreso debe analizar con cabeza fría el tema, porque la Constitución no es una piñata a la que se le cuelgan asuntos tan específicos.
Lo que sí es claro es que hay que inyectarle más dinero al sector; todos los juzgados del país tienen necesidades muy elementales como computadores, comunicaciones, papelería y hasta funcionarios. Así, las preguntas que quedan por resolver son cuánto se necesita y a qué se debe destinar.
Es muy difícil responder con precisión la primera pregunta, pero hay cifras que permiten dar luces. Hoy Colombia tiene 2,6 millones de procesos judiciales vigentes. Al menos un millón de estos procesos están inactivos, la mayor parte en la jurisdicción ordinaria, que es la más congestionada de todas.
El sistema judicial alcanza a resolver al año sólo unos 400.000 procesos. A este ritmo se necesitarían cuatro años para ponerse al día, eso sin resolver los nuevos casos que llegan a los escritorios de los jueces cada año. Sin lugar a dudas es necesario, cuando menos, duplicar la capacidad de gestión de la rama. Eso significa inyectarle $2 billones adicionales por año, porque el problema de congestión judicial no se resuelve con paños de agua tibia. Se trata de una estimación muy conservadora así que, visto desde esta perspectiva, la propuesta de multiplicar por cuatro el presupuesto de la rama no necesariamente es descabellada.
El otro asunto es a qué destinar esos recursos. Aquí también hay unas señales claras. Hoy, del total, apenas se va 8,3% a inversión, mientras 91,7% es funcionamiento. La sensación de muchos colombianos es que en el sistema judicial colombiano hay mucho “cacique y poco indio”.
La burocracia de las Altas Cortes llega casi a los 80 magistrados, una de las más altas densidades en la región. En Estados Unidos, la Corte Suprema la integran 12 magistrados, mientras la Corte Suprema colombiana tiene 23 –casi el doble–, sin contar con los jueces de otros tribunales de última instancia que resuelven procesos muy distintos.
Sin duda, la urgencia de más plata es para la Fiscalía y los juzgados, antes que para altas dignidades. Así que los nuevos recursos tienen que ir a inversiones en sistemas de información, con el objetivo de poner en línea todos los juzgados del país; igualmente hay que invertir en mejores herramientas para los investigadores judiciales y, finalmente, contratar más personal para lograr descongestionar los despachos.
Si la discusión incluye estos criterios (asignarle un mayor presupuesto de inversión a la rama y aplicarlo eficientemente) es muy posible que el resultado final sea positivo.
El Congreso tiene la responsabilidad de lograr las modificaciones que le garanticen a la ciudadanía una justicia más operativa. En ese objetivo, discutir los temas de plata es fundamental. Sin más dinero será imposible hablar de una rama judicial autónoma e independiente.