Por: Juan Carlos Esguerra

El proyecto de enmienda constitucional que cursa en el Congreso es piedra angular de la gran reforma que requiere la justicia en Colombia.

 

Se necesitan varias políticas dirigidas a optimizar el manejo gerencial de la rama jurisdiccional.

Son tantos, tan diversos y de tal manera complejos los males de los que hoy adolece la justicia que ni su diagnóstico ni su remedio pueden sobresimplificarse ni reducirse a unos pocos aspectos puntuales o coyunturales.

Ellos tienen que ver, entre otras cosas, con el inconveniente diseño estructural de algunos organismos; con la inoperancia o el mal funcionamiento de otros; con algunos códigos que demandan cambios indispensables o que echan de menos postulados del derecho moderno que estamos en mora de entronizar, y con la apremiante obligación de definir una política criminal y penitenciaria armoniosa e integral, a la vez severa y desapasionada, tanto en materia de justicia penal ordinaria, como de justicia penal militar y de justicia transicional.

Se relacionan así mismo con la necesidad de enderezar la aplicación de normas sabias a las que maliciosamente se les ha torcido el cuello, y de evitar el abuso de instrumentos jurídicos que han terminado desnaturalizándose, como ha ocurrido con la tutela; con la sentida necesidad de que se vuelva la mirada hacia la adecuada preparación de los abogados y la solidez de su formación ética, y de que se sancionen con severidad tantas prácticas deshonestas que desdicen de la profesión y de su misión; con los preocupantes episodios de corrupción o de engaño -hoy aterradoramente extendidos- que hieren a la justicia y que contravienen los principios y valores que la enmarcan y los fines que la orientan; y, principalmente, con la sentida urgencia de hacer accesible la justicia a los muchos colombianos que secularmente han estado lejos de su alcance, reafirmando, por encima de todo, que ella es el camino legítimo para la reivindicación y la efectividad de los derechos de cada uno y de los de todos.

Todo ello implica enormes retos, como el de hacer su funcionamiento más amable, fácil y expedito; el de garantizar los recursos humanos, técnicos y económicos adicionales para el cumplimiento de sus tareas, y el de superar la congestión que abarrota no pocos despachos judiciales, la pasmosa demora de sus decisiones y el viejo mal de la impunidad, entre otros.

Por supuesto, la solución efectiva a este cúmulo de problemas requiere de una muchedumbre de acciones de muy diversa índole, que forzosamente deben acometerse por partes y por etapas. Ella no es, porque no puede serlo, solo cuestión de cambios normativos -constitucionales o legales-, pero desde luego no puede hacerse sin ellos.

También son necesarias distintísimas políticas públicas encaminadas a racionalizar y optimizar el manejo gerencial de la rama jurisdiccional; a encontrar nuevas y eficaces formas de descongestión de los despachos judiciales, que no necesariamente se limiten a la sempiterna fórmula de multiplicar los juzgados y de incrementar la asignación de recursos dinerarios; a mejorar la formación de jueces y abogados; a promover cambios culturales en todos los colombianos para superar el exceso de litigiosidad que atávicamente nos ha caracterizado, y a emprender una cruzada frontal contra la corrupción, la ineficiencia y la indolencia en todos los niveles de la sociedad, que tanto han afectado nuestra justicia.

Así pues, tanto como es verdad que el proyecto de enmienda constitucional que actualmente cursa en el Congreso es piedra angular de la gran reforma que requiere la justicia en Colombia, lo es también que constituye apenas una parte de su edificio; uno de los muchos frentes en los que ella se está adelantando.