Para llegar tan lejos, a tres debates de hacer realidad lo que para muchos era una pelea casada con Carlos Gaviria, ponente de la sentencia de la Corte Constitucional que despenalizó el consumo y porte de la dosis mínima en 1994, el Gobierno ha debido transitar un sinuoso camino en el que los argumentos no sólo se oponen a la tendencia mundial, sino que tergiversan la realidad sobre la que se quiere legislar.
Durante su sexto consejo comunal, en septiembre de 2002, el Primer Mandatario hizo explícito que su propuesta de campaña electoral iba en serio. La reforma constitucional para penalizar de nuevo el porte y consumo de dosis mínima de droga ya era un hecho y fue incorporada a última hora en el malogrado referendo de 2003. El entonces ministro Londoño asumió las riendas del proyecto y calificó de hipócrita el concepto de dosis personal. En su parecer, era una manera de “liberalizar sin decirlo”, de aceptar que el consumo de drogas está permitido. Si esa es la situación, prosiguió el hoy ex ministro, Colombia habría de implementar métodos preventivos que no está en capacidad de costear. Según él, como no hay plata, la mejor vía debía ser la represión. Finalmente, la Corte Constitucional eliminó el tema en el cuestionario del referendo.
Después de varios intentos fallidos, en 2006, en calidad de presidente-candidato, Uribe reconoció que la educación, la prevención y la rehabilitación son más eficaces cuando existe sanción. La presión de la opinión pública, inquieta ante el carácter netamente punitivo de la propuesta, movió al Presidente a hacer unas pocas concesiones. Uno de los sucesores de Londoño en el Ministerio del Interior, Carlos Holguín, heredó la preocupación del Presidente y un año después, con otro proyecto de acto legislativo, regresó con el tema al Congreso, esta vez con el argumento de que obedecía “al clamor de las madres de familia”. Los niños y la juventud, estratégicos para la política efectista y de corto plazo, fueron la razón de peso para justificar la prohibición de la dosis mínima.
Ahora es Fabio Valencia Cossio, actual ministro del ramo, el promotor del mismo proyecto. Inicialmente, para conciliar las críticas recibidas y de paso escapar de la cantaleta de médicos y defensores de las libertades individuales, el Gobierno optó por unos tribunales de tratamiento de drogas que recibieron las rechiflas de expertos y la indignación de no pocos ciudadanos. Con esta tesis claramente coercitiva, el ministro intentó hacer creer que con tribunales de tratamiento de drogas podía suplir la educación. Supuestamente todo se haría en beneficio de los “enfermos”, los mismos que debían enfrentar jueces, médicos, psicólogos o trabajadores sociales por el solo hecho de andar fumando marihuana.
Retirados los oscuros tribunales de tratamiento de drogas, que pasarán a la historia como un claro intento de ingeniería social para monitorear el comportamiento de los ciudadanos que no van con la mayoría, la Cámara de Representantes acaba de aprobar otro proyecto en el que la consigna sigue siendo la misma: el supuesto paternalismo del Estado en la defensa de los enfermos (así les dicen a los consumidores de droga). No está claro si en esta categoría también cabrían los de alcohol. Lo único cierto es que de superar los debates que le hacen falta, en pocos meses quedará prohibido el porte y consumo de dosis mínima de droga y volveremos a lo que sucedía antes de 1994. Poca educación y opción plena al tratamiento policivo. Es decir, en vez de agentes del orden reprimiendo a los distribuidores de droga, persiguiendo a compradores al menudeo, muchas veces para forzar mordidas de pocos pesos.