Si el texto no recibe ninguna otra modificación y la consulta popular lo avala, a todo aquel que asesine, viole, maltrate severamente o secuestre menores de 14 años, un juez le podrá imponer “hasta la cadena perpetua”. La medida, se entiende, es un gesto en favor de los niños que hoy son objeto de cualquiera de los execrables delitos anteriores. Un gesto encomiable, no cabe duda, pero peligroso. Y más bien inocuo.

Con anterioridad a la existencia del “referendo para la cadena perpetua a violadores de niños”, que es como coloquialmente se le conoce y por lo que, en últimas, firmaron más de dos millones de colombianos para que la iniciativa llegase al Congreso, iguales propuestas fueron debatidas. Y todas, sin excepción, fueron archivadas.

Los argumentos mencionados entonces, muchos de peso, hoy pasan de agache. Aumentar las penas, se dijo, no garantiza que los crímenes no se cometerán. Bien puede el Legislativo incrementar sus castigos hasta alcanzar incluso la pena máxima, la pena de muerte o el destierro y, aun en ese punto, no es clara la supuesta correlación con la disminución en el número de crímenes. El derecho liberal, se argumentó, aboga por la resocialización del criminal. Garantiza opciones de regeneración antes de declararlo incorregible.

El problema de los abusos sexuales a menores de edad, en suma, antes que una modificación del Código Penal, exige una mayor preocupación por las dimensiones sociales y médicas de la conducta. El violador, dicen los expertos, en muchas ocasiones reincide y en otras no. En unas es un criminal, un ciudadano cualquiera que transgrede la ley y paga por ello; y en otras, un enfermo mental que incurre en una conducta criminal. Un criminal de cualquier forma, es cierto, pero un criminal que puede ser tratado con drogas. En todas, es obvio, el daño es irreparable e injustificado. Pero la frontera entre el crimen y la enfermedad nunca ha sido resuelta.
Incluso el Gobierno, hoy tan dispuesto a avalar y promover el referendo, estuvo en desacuerdo en un primer momento. El propio presidente Uribe recalcó que la figura de la cadena perpetua no era compatible con la tradición jurídica del país. Es más, mostró preocupación por la posibilidad de que la sanción contra los abusadores de los niños se hiciera extensiva a otros delitos. Y aunque hasta la fecha el Congreso ha negado la modificación del texto en un sentido parecido, hay quienes estiman, siguiendo la misma lógica efectista, que todo el que cometa un delito de lesa humanidad debiera recibir como castigo la cadena perpetua.

Hoy, sin embargo, la posición del Gobierno es diferente. El ministro del Interior y de Justicia, Fabio Valencia Cossio, pasó de opositor convencido a afirmar que “la contundencia, el amor y la convicción en los argumentos de Gilma Jiménez no sólo conmovieron al país, sino a todo el mundo”. Como éste que no gustaba, el referendo del agua también es ahora bienvenido.

Y así transcurre la iniciativa, mientras contra quienes se oponen, en muchos casos desde el derecho y con argumentos nada desdeñables, caen rayos y centellas. Como mínimo, se les califica de insensibles y cómplices de la tragedia que viven los menores de edad. Que el pueblo se pronuncie parece ser la consigna. Y a nadie parece importarle que la justicia penal, en adelante y con este precedente, se dirima en las urnas.

El Espectador / 11 de mayo de 2009