Este código, aprobado en la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana de Lisboa en 2006, busca servir de orientación ética no solo a los jueces, sino también a las autoridades políticas y a los ciudadanos. Aprobarlo no fue novedad, pues en Iberoamérica existen el Estatuto del Juez Iberoamericano y al menos 15 Códigos de Ética Judicial con contenidos semejantes al expedido en 2006 en Lisboa. Lo propio hizo Estados Unidos en 1973 y Canadá en 1998. Precedente importante de estos códigos de ética judicial, es igualmente el llamado “Informe Belmont” de la Comisión del Congreso de Estados Unidos con el que, se dice, se dio comienzo a la bioética, por allá en 1970.
Tampoco es una novedad normativa, pues muchos de sus contenidos ya operan como normas vigentes en las constituciones y códigos disciplinarios de muchos países de Iberoamérica.
La verdadera novedad y fuerza del Ciej radica en esa suerte de mínima ética judicial universal que contiene, no sujeta al regateo, ni a la negociación política y, por lo tanto, con vocación de ser incorporada como código de comportamiento; más aún, como un ideal para todo aquel que sea juez o aspire a serlo. Pero también como un criterio a ser tenido en cuenta tanto por quienes tienen responsabilidades políticas e institucionales respecto de los jueces, como por la ciudadanía misma.
Una mirada a algunas de sus normas sirve para remarcar dos cosas: que estas son obvias y que es importante tomárselas en serio. El Ciej enfatiza, como no podía ser de otra forma, en la independencia judicial, la imparcialidad y la motivación de las decisiones judiciales; también en la transparencia, el secreto y la honestidad profesional, la diligencia y, por su puesto, en la prudencia. Como se ve, se trata de mandatos que se mueven entre el deber y la virtud judicial.
Pero, ante la actual coyuntura, hay uno que quiero destacar de entre todos esos mandatos: la responsabilidad institucional, con el énfasis puesto no en su carácter individual -esto es aquel que comporta la imagen de un juez probo, respetuoso y cumplidor-, sino en el compromiso activo por el buen funcionamiento de todo el sistema judicial.
Mi tesis es que en la disputa por los derechos de los jueces -que los ha llevado al paro-, en la nueva propuesta de reforma judicial presentada al Congreso por el gobierno y en la designación de jueces de la Corte Constitucional -y por extensión en otro tipo instancias judiciales-, se vea una oportunidad para que todas las partes involucradas, apliquen no solo estrategias de negociación -en el caso del paro- o de ajuste institucional -en el de la reforma- o de equilibrio de poderes -en el de designación de jueces constitucionales-, sino también y especialmente las directrices y mandatos contenidos en un código que todos debemos tomar en serio: el Ciej.
Como me temo que muchos no lo conocen, una primera leída o un repaso -si ya se leyó- del Ciej no le haría mal ni a los jueces en paro, ni a los miembros del Consejo Superior de la Judicatura, ni al gobierno, pues en últimas lo que está en juego es el respeto y la confianza ciudadana en la administración de justicia.
Semana / 18 de octubre de 2008