Bogotá, 24 de junio de 2020. A continuación, se reproduce la columna escrita por Luis Guillermo Vélez Cabrera publicada en La República. El texto y su imagen fueron tomados de su página web.

Dicen que las malas ideas nunca mueren, pero algunas buenas ideas, algunas veces sobreviven. Hace unos días el exministro Alfonso Gómez Méndez volvió a resucitar una que estaba por ahí, medio olvidada, y a la que el director de la Corporación Excelencia en la Justica, en buena ahora, le dio una pipeta de oxigeno: la convocatoria de una constituyente limitada para la reforma de la justicia.

En general, hacer reformas institucionales de gran dimensión por la vía constituyente es poco deseable. La incertidumbre y la improvisación que conlleva este tipo de iniciativas hace que muchos de sus objetivos se pierdan en el camino. Sin embargo, en algunas situaciones no queda de otra.
Una de las asignaturas pendientes del país es la reforma de la justicia.

La constituyente de 1991 se instaló prácticamente con ese propósito (el otro era castrar al Congreso, en lo cual fueron exitosos) pero el fracaso de la iniciativa fue evidente casi desde el principio. Como parte de la comisión de empalme entre Samper y Gaviria recuerdo perfectamente cuando el presidente saliente le decía a su sucesor que una de las cosas urgentes por solucionar era el galimatías en que se había convertido el Consejo Superior de la Judicatura. ¡Y de eso hace 25 años!

Desde entonces las cosas no han hecho sino empeorar, parece que entre más dinero y más funcionarios se le asignan a la rama más paquidérmica se vuelve. Las reformas normativas, -algunas loables y bien intencionadas- como, por ejemplo, el Código General del Proceso o el sistema penal acusatorio no han resistido el choque con los intereses enquistados del status quo; mientras que otras, como la del régimen contencioso administrativo, han servido para potenciar una industria de litigio en contra del Estado que le chupa, como un vampiro sediento, billones de pesos a las arcas públicas en beneficio de un puñado de abogados enchufados.

Quizás el pecado original de la reforma constitucional de 1991 fue otorgarle, con cándida ingenuidad, poderes electorales a las altas cortes. Esto, en vez de despolitizar los procesos, por ejemplo, de elección de las directivas de los entes de control, logró todo lo contrario: creó el partido de la justicia, una organización política con facciones, clientela, agenda y plan de gobierno (“el siglo XXI será el siglo de los jueces”, dijo un célebre ex presidente de la Corte Suprema) cuyo objetivo, como el de todos los partidos políticos del mundo, es perpetuarse en el poder.

En eso han sido muy efectivos, más afectivos, de hecho, que cualquier otro partido político desde 1991. Cada vez que se intenta una reforma el partido de la justicia se moviliza con sus inmensos recursos burocráticos y logra hundirla o deformarla hasta tal punto que se vuelve irreconocible.

Por esta razón, ya es hora de pensar en la miniconstituyente. La justicia -al igual que el congreso en 1991- ha sido incapaz de reformarse a sí misma, se necesita que el pueblo con su poder soberano se pronuncie y resuelva de una vez por todas esta tarea pendiente.

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