La reacción del presidente Uribe ha sido abiertamente descalificadora. El señalamiento indefinido, vago y la acusación temeraria y sin pruebas visibles no tardaron en impactar a la opinión pública. “Órganos superiores de la justicia”, sostuvo, están “presionando jueces y fiscales para que metan a la cárcel a gente honesta”. Y agregó, en el día de ayer: “¡Qué injusticia que Mario Aranguren esté en la cárcel!”. Impropia descalificación la del Presidente, que envía el lamentable mensaje a los ciudadanos de que no podemos confiar en nuestras instituciones. Que están viciadas. Y la forma empleada para transmitirlo, sin matices, le genera un daño irreversible a la justicia colombiana.
Bien podría interpretarse la desviada actitud del presidente Uribe sencillamente como una defensa de sus colaboradores, en un acto de lealtad, pero cuando avanzan tan cruciales investigaciones en la justicia, que involucran a funcionarios de alto nivel, más parece el propósito crear un manto de duda en caso de que aquellas se sigan acercando a la Casa de Nariño.
Pero la andanada presidencial contra la Corte Suprema tuvo una respuesta inmediata. El presidente encargado del alto tribunal, Jaime Arrubla, también salió ante los medios de comunicación. “Los jueces”, afirmó, “no obedecen instrucciones de ninguna clase. Si ello fuera así, sería un delito”. Y agregó, en un tono más personal, que “es de entender que cuando se toman decisiones que afectan a algún círculo o personas, vienen las quejas y protestas, eso es entendible”.
Los ataques de lado y lado, las afrentas y las suspicacias, la inercia misma de los constantes roces, han llevado al comentario espontáneo, a la salida en falso. Se puede entender que en la lógica del prolongado enfrentamiento entre el Ejecutivo y la Justicia, el que calla, otorga. El silencio, entonces, no parece ser una opción para la parte interpelada.
Con todo, el país no puede continuar en la misma dinámica. El costo real de este espectáculo de declaraciones trascenderá, con seguridad, a sus protagonistas. Es hora de que los funcionarios del Gobierno se limiten a ejecutar sus políticas, como lo han hecho, sin mayores intromisiones, y de que los encargados de la Justicia le dediquen tiempo a la redacción de sus sentencias. Aun si éstas le son desfavorables a la Casa de Nariño, como ocurre en este caso con los seguimientos a magistrados, políticos, periodistas y otras personalidades, ordenados por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS).
Para los casos en que unos y otros no están de acuerdo —y no tienen por qué estarlo—, existen canales que ya han sido debidamente institucionalizados. Su buen uso, aunque debiera ser obvio, impide la mutua deslegitimación de los poderes públicos, que es en lo que estamos. Y en río revuelto…