Eso ha ocurrido más de una vez con reformas políticas, electorales, universitarias, territoriales y, por supuesto, con las reformas judiciales.
La reforma constitucional del 36, la reforma administrativa del 68 y la constitución del 91 constituyen, probablemente, los cambios institucionales más significativos del siglo xx. Tuvieron alcance estructural y estuvieron liderados por equipos humanos serios, independientes, estudiosos, conscientes de las características de su época, e interesados en buscar respuestas que conectaran las normas jurídicas con las realidades sociales.
En el año 36 el proceso tuvo en los ex presidentes Alfonso López, Darío Echandía y Alberto Lleras sus protagonistas fundamentales. En el 68 se conjugaron el talento político de Carlos Lleras Restrepo con el talento jurídico de Jaime Vidal Perdomo para realizar una gran reforma administrativa. La constituyente del 91 -presidida por Álvaro Gómez Hurtado, Antonio Navarro Wolf y Horacio Serpa Uribe- demostró su independencia y su voluntad para adoptar unas reformas que miraran hacia el siglo xxi.
La nueva constitución incluyó reformas a la justicia que, veinte años después, requieren ajustes. Pero también hay temas que demandan reformas aún desde antes de la carta del 91. A pesar de estar viviendo unos tiempos revueltos, que han afectado las relaciones entre jueces y gobernantes, el ejecutivo nacional dictó el decreto 4932/09 con el fin de crear una comisión de expertos encargada de “evaluar la posibilidad y el alcance de una reforma estructural a la justicia” (subrayado mío). La comisión está presidida por el profesor José Alejandro Bonivento, uno de los grandes juristas del país y, además, un colombiano ilustre y sin tacha.
En los considerandos del decreto se consigna que el gobierno no tiene agenda temática preestablecida, ni interés en intervenir en la selección de los nombres de los expertos, los cuales serán sugeridos por el presidente de la comisión. Se lee, así mismo, que ésta actuará con independencia y autonomía para propiciar una “franca, abierta y constructiva reflexión orientada a evaluar la posibilidad de realizar una reforma estructural a la justicia…”. En verdad el decreto abrió un panorama esperanzador.
Para ampliar aún más los niveles de confianza ciudadana, los miembros de la comisión resultaron ser juristas de reconocidas solvencia intelectual e idoneidad profesional. La secretaría técnica se entregó a la directora de la Corporación Excelencia en la Justicia. Buenas noticias para el ciudadano común quien, finalmente, es el principal destinatario de la administración de justicia.
Sin embargo, la comisión hizo saber que no se ocupará de algunos aspectos, a mi juicio, centrales para el mejor desempeño de la rama judicial y que, ante la eventualidad de que el congreso recorte facultades de las altas cortes, prefiere que el proyecto no se discuta. Hay consenso sobre algunos temas, se debate aún sobre otros y se descartan otros más, entre ellos la idea de la ‘supercorte’ a pesar de considerarse una buena iniciativa.
Vamos por partes: Los expertos tendrán que evaluar con serenidad pero con firmeza las razones y las sinrazones planteadas por la Comisión Interinstitucional de la Justicia que, en carta al jefe del estado, se atrevió a hablar de la ilegitimidad de una reforma judicial que no se les consulte. Semejante afirmación es, por lo menos, extraña en juristas con responsabilidades institucionales, en un país cuya constitución deposita la cláusula general de competencia y el poder de configuración legislativa en el congreso nacional.
La presidenta del Consejo Superior de la Judicatura dijo a la prensa que la iniciativa de la reforma nació mal porque la comisión que la estudia le rinde cuentas al gobierno. Con ello no muestra preocupación sino animosidad, un poco asordinada luego cuando proclama la necesidad de mantener la independencia judicial, el sistema de méritos en la carrera judicial, el manejo autónomo del presupuesto. Claro, es necesario preservar ese tipo de conquistas e incluso alcanzar otras adicionales. Pero es un sofisma pretender que ello sólo es posible si se conserva, tal y como existe hoy, el consejo de la judicatura.
Probablemente una reforma a las competencias de las altas cortes resulte inoportuna pero es conveniente, incluso necesaria. Se debe reexaminar la existencia de esta especie de cúpula múltiple en el poder judicial, en lugar de mantener solamente una o máximo dos jurisdicciones: la jurisdicción constitucional, que es un imperativo de los tiempos, y otra encabezada por una gran corte -no necesariamente “suprema”- de la cual dependa una gran jurisdicción, como ocurre en buena parte del resto del mundo.
Por su parte el Consejo de Estado podría fortalecer su carácter de órgano consultivo, mientras instituciones como el consejo nacional electoral, el, varias veces propuesto, tribunal de cuentas e inclusive la administración de la rama, podrían funcionar como salas especializadas de aquel. Son ideas sueltas, sujetas a revisión, expresadas para dar la medida de lo que es una reforma estructural que no puede convertirse en maquillaje. Fue equivocada la inclusión de presidentes de altas cortes en la comisión de expertos: ellos se volvieron defensores beligerantes del statu quo que los favorece, y desestiman el carácter estructural de una reforma en cuyo debate no pueden existir temas vedados.
Mucho más responsable que su antecesor resultó el nuevo presidente del Consejo de Estado: “La constitución del 91 -dijo a la prensa- incluyó a las cortes en una función electoral…con el fin de despolitizar (algunos) organismos. La evaluación que hay que hacer es si eso se logró o, por el contrario, lo que hizo fue politizar los órganos judiciales”. Esa sí es la declaración de un ‘juris-prudente’.
La aprensión creciente entre las ramas del poder público en este último tiempo no sólo obedece a fallas del ejecutivo. También se debe a que los voceros de las altas cortes son incapaces de resistir la tentación de la democracia mediática. Parecería que los últimos presidentes de las dos cortes que integran la comisión, prefirieran hablar a través de los medios, antes que en sus providencias. Así la importancia del contenido desaparece frente a la proyección de la imagen y la justicia se vuelve espectáculo.
Cuando eso ocurre es necesaria una reforma estructural a la justicia empezando por la de las altas cortes. De la misma manera que una auténtica reforma política estructural debe empezar por el congreso. Si ésta última no se ha producido es justamente porque los encargados de hacerla son los mismos congresistas. Sólo faltaría que, ahora, tal historia se replicara en el poder judicial.
El ciudadano común requiere la garantía de una buena administración de justicia, pero también la seguridad de que el principio del control funciona no sólo frente al poder de los gobernantes sino al de todas sus autoridades. En cualquier tiempo y en cualquier democracia la responsabilidad de las altas cortes es inmensa, pero sobre todo cuando nos dicen que estamos en el “siglo de los jueces”.
*Ex senador, profesor universitario, miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia