Bogotá, 23 de abril de 2020. A continuación, se realiza una transcripción de la columna publicada por Isabel C. Jaramillo Sierra en Semana. El texto y la imagen fueron tomados de su página web.
Muy temprano en la emergencia, la rama judicial tomó la decisión de suspender los términos de todos los procesos judiciales para garantizar la salud y la vida de sus funcionarios: el 15 de marzo de 2020 se declaró que no se tomarían decisiones en ninguna materia, salvo los casos relacionados con la privación de la libertad y las tutelas. Como lo señaló la misma Presidenta del Consejo Superior de la Judicatura, esta coyuntura debería servir para acelerar procesos urgentes en la administración de justicia. En particular, debería servir para digitalizar masivamente la prestación del servicio.
El experimento que será el haber recibido y tramitado 22350 tutelas en el primer mes de cuarentena tendría que permitirnos evaluar hasta qué punto estamos listos y en qué fallamos. A pesar de las precauciones, estos cambios auguran un mayor acceso a la justicia para todos y todas.
Como hemos insistido muchos, en muchos escenarios, mientras no logremos mejorar el acceso a la justicia, los derechos seguirán siendo una quimera. La tutela ha estado en el corazón de la transformación en los últimos treinta años, pero necesitamos que los demás procesos ofrezcan las mismas garantías de celeridad y calidad que la tutela. Al fin y al cabo, la tutela está diseñada y funciona “para apagar incendios”, es un mecanismo subsidiario.
La verdadera resolución de conflictos, la construcción del derecho, se juega en los millones de procesos que no son tutelas y que sistemáticamente quedan sin resolverse, como lo mostró el último dato que se publicó al respecto en los medios: el 19 de marzo de este año nos explicaron que hay casi dos millones de procesos sin resolver, algunos de ellos con retrasos significativos. Si bien la mayoría de los casos pueden esperar uno y hasta dos meses en resolverse, lo cierto es que todavía hace poco había en algunos despachos procesos con más de veinte años de duración.
Como en otras áreas, en la justicia la cuarentena no hace mella porque los tiempos son largos -salvo en los casos urgentes que no se han detenido- y debería servirnos para aprender y ponernos al día. Lo que vamos a necesitar a medida que recuperamos los ritmos perdidos será más y mejor justicia.
Cualquiera que haya ido a un despacho judicial, inclusive a los de las Altas Cortes, coincidirá conmigo que el papel no es amigo de lo uno ni de lo otro: expedientes que acumulan polvo llenan los pasillos, salas de espera y hasta las “barandas” donde se atiende al público. Con solo entrar a los despachos judiciales y ver este espectáculo piensa uno que algo está funcionando mal, no puede una persona cuerda trabajar sin luz y con este desorden.
La congestión se traduce en desorden; el archivo de la rama judicial no se encuentra mejor: procesos tirados en cajas que se desparraman en espacios enormes. Nadie da cuenta de qué hay y nadie puede empezar a averiguarlo. El Ministerio de Justicia afirma que la independencia judicial impide apoyar esfuerzos de sistematización; el Consejo Superior de la Judicatura produce algunas cifras pero no avanzamos significativamente en entender los casos y sus soluciones.
El único estudio sistemático de la justicia colombiana, del que yo tenga noticia, se hizo a principios de los noventa bajo la dirección de Mauricio García Villegas. Se revisaron muestras representativas y aleatorias: la tercera caja a la izquierda, la segunda de la octava fila, y así. En un estudio que hicimos sobre casos de violencia sexual a finales de los noventa nos tocaba leer los libros radicadores y esperar a ver qué sentencias nos quería mostrar el secretario del despacho.
Esta oscuridad de la gestión no es solamente problemática para los investigadores. Por un lado, y debería ser obvio, la investigación se hace para entender y mejorar los procesos. Cuando se trata de la justicia, el objetivo es entender mejor el acceso y la calidad de la justicia que se garantiza a los ciudadanos y ciudadanas.
La investigación de principios de los noventa, que se publicó en dos tomos llamados El Caleidoscopio de la Justicia, mostró por ejemplo que la “congestión” de la justicia civil se relacionaba con los procesos ejecutivos iniciados por los bancos para el cobro de deudas hipotecarias y no con las tutelas o con solicitudes abusivas de los ciudadanos como se pensaba en la época. Nuestro estudio publicado como Decisiones sobre custodia y visitas. La perspectiva jurídica y familiar (en coautoría con Elvia Vargas y Karen Ripoll), mostró que los jueces no tienen criterios claros para decidir los casos y que aplazan las decisiones por las dificultades que tienen para hacerles seguimiento.
En materia de alimentos, nuestro libro La batalla por los alimentos (coordinado con Sergio Anzola) mostró que los jueces asignan cuotas alimentarias inferiores a las que acordarían las partes e inferiores a las necesarias para garantizar la supervivencia mínima de los niños y niñas. Esta información sobre los procesos de familia debería poderse usar, como lo sugerimos allí, para mejorar los resultados de los procesos en el sentido de garantizar mejor los derechos de los involucrados -que es siempre lo que los jueces quieren.
Por otro lado, como lo ha puesto de presente la misma Unión Europea en sus declaraciones sobre el tema desde hace unos diez años, la transparencia ha demostrado ser mucho más eficaz en enfrentar la congestión que el aumento de salarios o el aumento en el número de cargos. En una nota reciente sobre el tema en El Tiempo, el director de la Corporación Excelencia de la Justicia indicaba que se necesitan más jueces en Colombia: deberíamos tener unos 65 por 100.000 habitantes y solamente tenemos 11.
Mauricio García Villegas también ha puesto de presente que hay muchos municipios en el país. Hay que hacer algo al respecto. Pero si no sabemos nada sobre el tipo de casos que se están tramitando y el tipo de respuestas que reciben los ciudadanos, vamos a seguir en un círculo vicioso de saturación, congestión y desconfianza.
Digitalizar expedientes y permitir someter demandas y pruebas por vía electrónica, por medio de correos o con plataformas especiales, no va a resolver todos los problemas de transparencia ni a devolver de inmediato la confianza a los ciudadanos. El paso que está dando la justicia de la mano de la magistrada Diana Remolina en su calidad de Presidente del Consejo Superior de la Judicatura, sin embargo, es uno que debemos apoyar y atesorar. Puede ser que finalmente jueces y juezas confíen en sus propias capacidades y en la necesidad de dar saltos verdaderamente cualitativos para transformar la experiencia de justicia de los ciudadanos y ciudadanas.
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