El espíritu del proyecto supone un acercamiento a las políticas de salud pública adoptadas con éxito en otros países. Según fuentes oficiales, aunque el propósito no es penalizar el consumo desde una perspectiva punitiva tradicional, tampoco pretende la liberalización del mismo. Menos aún la legalización de su producción, como lo recomendó la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia para el caso específico de la marihuana.

Pese a los intentos por adecuar la propuesta y abandonar la idea fija de criminalizar al consumidor, que ha sido el trasfondo de los proyectos que, de manera sistemática, han sido rechazados en el Congreso, una mirada de fondo a estos oscuros tribunales de tratamiento -¿no son acaso los tribunales lugares en los que pasan su tiempo los criminales?- genera alarma antes que alivio. Preocupado, como lo estamos todos, por los altos índices de consumo de drogas ilegales revelados la semana pasada, el Gobierno Nacional se queda corto en el cambio de postura frente a los drogadictos. Su proyecto, a lo sumo, es más de lo mismo.

Los tribunales estarán coordinados por un juez de la República y a éstos será conducido, sin distinción alguna, quien cometa un delito bajo los efectos de la droga -no así bajo los efectos del alcohol-, quien la expenda a menores de edad y quien, por descuido, pasaba frente a la estación de Policía con un cachito de marihuana. En todos los casos, como si se tratara de la misma conducta, al trabajo del juez le seguirán los del médico, el psicólogo y el trabajador social. Razón tienen quienes, en tono humorístico, resaltan que solamente faltaría la presencia obligatoria de un cura.

Se propone, pues, un monitoreo obligatorio para adictos, pero también para consumidores ocasionales. Vale decir, clasificaciones y persecuciones al mejor estilo de los Estados totalitarios, que con seguridad degenerarán en todo tipo de discriminaciones. Y todo bajo la aparente necesidad de regular el desarrollo de la libre personalidad para que, quien hace uso de la dosis mínima, no restrinja los derechos de los otros ciudadanos. Multas y sanciones terapéuticas, de nuevo obligatorias. Es más, de ser preciso, en los tribunales habrá limitaciones al derecho a la libertad, sólo que “de manera temporal”. Y aun así, el viceministro de Justicia, Miguel Ceballos, afirma que “el argumento central del Gobierno nunca ha sido penalizar al enfermo”.

En qué momento, vale la pena preguntarse, el desmonte de la dosis mínima se convirtió en una cruzada digna de la Santa Inquisición como la que aquí se nos sugiere. El Estado, y no sobra repetirlo, es el garante de los derechos fundamentales. No el censor y el determinador de la vida privada de las personas. Y menos aún, como parece ser el caso, si lo hace con el propósito de determinar las conductas de sus ciudadanos a imagen y semejanza de las que, según sus ideas particulares, es necesario preservar. Seguimos siendo una sociedad liberal en muchos sentidos, y eso es algo que no nos pueden arrebatar de la noche a la mañana.

El Espectador / 03 de marzo de 2009