Por Diego López

"... a diferencia de EE UU, la Constitución colombiana quiso darle al Fiscal General un marcado perfil de magistratura: al ubicar a la Fiscalía dentro de la Rama Judicial, parece pedirle que designe abogados de alta competencia técnica que puedan responder primariamente a los imperativos del Derecho"

El impasse entre el Presidente de la República y la Corte Suprema de Justicia es, en realidad, un asunto de interpretación constitucional de la mayor importancia: ¿cuál debe ser el rol del Fiscal General de la Nación dentro del esquema de poderes en Colombia?
Según las dos interpretaciones que hay en este momento, el Fiscal General debe concebirse o como una especie de "cuasi-ministro" del gabinete del Presidente o como un "cuasi-magistrado" protegido por una fuerte capa de independencia institucional. La profesora Nancy Baker estudió este tema en el caso de EE UU. Según ella, los fiscales generales en ese país se han comportado alternativamente como "abogados del Presidente" o como "agentes neutrales". Distintos presidentes de EE UU han utilizado alguno de los dos modelos con resultados divergentes en términos de legitimidad política y de eficiencia institucional.

El "fiscal-ministro" se comporta como un agente directo del Presidente y expresa de forma más directa la política criminal diseñada desde el Ejecutivo. Dentro de esta teoría, el presidente Uribe ha afirmado que el motivo más importante para la elección de la actual terna tiene que ver con la confianza que estos abogados le suscitan a la hora de coordinar con ellos la política criminal. La Casa de Nariño igualmente ha argumentado que estos abogados tienen el adecuado perfil administrativo para liderar la Fiscalía, reduciendo así el papel técnico-penal que ese despacho también parece imponer. Según el Presidente, pues, los candidatos de la terna deben ser personas de toda su confianza, ya que ellos son una pieza esencial en la política criminal, en la lucha antiterrorista y en la administración de la Fiscalía.

Para la Corte Suprema, de otro lado, el Fiscal General de la Nación se debe parecer más bien a un magistrado. Según esta interpretación, el fiscal-magistrado le debe más fidelidad a la ley y al Derecho que a la coordinación de la política criminal con el Presidente; sus habilidades administrativas son menos importantes que su capacidad técnica en derecho penal, ya que lo conciben, no tanto como el gerente de una institución estatal, sino como el magistrado de instrucción que debe encargarse también de innumerables detalles técnicos en algunos procesos en que la ley se los encomienda directamente.

En la experiencia del derecho comparado, este dilema se repite con frecuencia. Incluso en EE UU, donde el Fiscal General está claramente dentro del gabinete del Presidente, ha habido amargas experiencias con los fiscales-ministros. En la mitad del escándalo de Watergate, el Senado de EE UU le exigió al presidente Nixon que la investigación por las grabaciones ilegales hechas al Partido Demócrata (que eran el hecho principal imputado al Presidente) tenían que ser encomendadas a un Fiscal General especial o ad hoc, dado que el titular no podía ofrecer las suficientes garantías de imparcialidad y de legitimidad en el uso de la herramienta penal. Se nombró así al profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard Archibald Cox, para que iniciara de forma independiente las investigaciones contra Nixon y su entorno político. Cuando el presidente Nixon se negó a entregarle las grabaciones hechas por la Casa Blanca al aguerrido e independiente Cox, Nixon le ordenó a su Fiscal General que lo despidiera de forma fulminante. En vez de lograr esto, el tiro le salió por la culata: el fiscal general Richardson renunció a su puesto, en evidente desacuerdo con la orden directa del Presidente y en solidaridad a la independencia del Fiscal ad hoc. Nació así en EE UU la figura del Fiscal Especial, que debe ser nombrado en los casos en que se imputan delitos al Ejecutivo, al gabinete o a los miembros de la alta política.

En la medida en que el presidente Uribe logre el nombramiento de su fiscal-ministro, será inevitable el diseño de un mecanismo de Fiscalía ad hoc, que logre dar confianza al país en los casos en que se requiere "desincronizar" (y no sincronizar) a la Fiscalía con la política criminal del Ejecutivo.

¿Cuál debe ser la respuesta correcta a este impasse? En primer lugar, la Casa de Nariño debe entender que incluso aquellos fiscales que están constitucionalmente situados dentro del gabinete del Presidente deben garantizar ciertos niveles mínimos de legitimidad y neutralidad a toda la sociedad. La historia de Arturo Gonzales, el penúltimo Fiscal General de la administración de Bush, es también enormemente ilustrativa de los peligros de la excesiva sincronía con el Presidente: el mismo Bush tuvo que aceptar la renuncia de su ministro, cuando se ventilaron alegaciones muy serias en el sentido en que este estaba impidiendo que fiscales bajo su mando llevaran a buen puerto investigaciones anticorrupción contra políticos del partido republicano cuyo apoyo en las próximas elecciones habría de ser crucial.

Este ejemplo muestra cómo a veces la coordinación partidista de la política criminal entre el Ejecutivo y el Fiscal puede ser dañina para la confianza institucional.

Pero a diferencia de EE UU, la Constitución colombiana quiso darle al Fiscal General un marcado perfil de magistratura: al ubicar a la Fiscalía dentro de la Rama Judicial, parece pedirle que designe abogados de alta competencia técnica que puedan responder primariamente a los imperativos del Derecho. Esto no excluye, ¡no faltaba más!, una adecuada coordinación de la política criminal. La independencia judicial del Fiscal General colombiano, de otro lado, asegura que este tenga la capacidad suficiente de investigar y perseguir a los más poderosos, no solamente a los delincuentes de bagatela.

Finalmente, cuando la Constitución le exige al presidente Uribe la nominación de una terna, este deber tiene que ser realizado de buena fe: la práctica constante de remitir a las entidades electoras ternas con un candidato muy fuerte y otros relativamente débiles mina la confianza en el ejercicio de su discrecionalidad constitucional. Ternas anteriores han erosionado marcadamente esta discrecionalidad frente a la cual el Presidente exige ahora un respeto estricto. Según la Casa de Nariño, sus ternas son impecables, porque todos los candidatos tienen los requisitos mínimos de ley; sin embargo, este argumento ya no esconde suficientemente ante la opinión pública la intención del Presidente de nombrar a agentes directos en esos cargos, así sea por las válidas razones de política pública que alega. El Presidente de la República puede ofrecernos aún buenas razones de política pública para nombrar un fiscal-ministro en ternas de un solo candidato, pero el país no tiene necesariamente que creérselas: es exactamente el lugar y momento en el que nos encontramos en la elección del nuevo Fiscal General de la Nación.

Ámbito Jurídico / 13 de octubre de 2009