Por: Cecilia Orozco Tascón

LA CORTE SUPREMA HA RECIBIDO palo en los últimos días por dos motivos:

1.- Porque no ha elegido Fiscal General. 2.- Porque al rectificar su posición inicial respecto del fuero de los congresistas investigados por la parapolítica, decidió reasumir los procesos de los involucrados, hubieren renunciado o no a su curul. Las objeciones contra el máximo tribunal se sintetizan en que sus actos serían guiados por la venganza política. Lo gracioso es que los argumentos de sus críticos son, esos sí, de carácter netamente político. Si en lugar de esto, los atacantes de la Corte hubieran demostrado con sesudas jurisprudencias que esa Corporación viene incurriendo en graves errores, ya habrían logrado su cometido que no es otro que el de quitarle el gran piso de legitimidad del que goza el único organismo estatal que saca la cara por la democracia del país. Lo otro es simple disenso político y no tiene más alcance que el de ser la expresión de opiniones con las que se busca defender por vía indirecta a un Gobierno que, ciertamente, ha violado la normatividad vigente cada vez que sus fines lo requieren. Si vamos a hablar de rupturas y esguinces a las leyes, tendríamos que mirar hacia la Casa de Nariño en lugar de buscar el ahogado río arriba.

Por situar la discusión en el nivel político, la calidad profesional, la independencia y la conducta de la terna para Fiscal presentada por el Jefe de Estado, ha pasado a ser asunto menor. El Presidente cumplió el formalismo legal. Y listo. ¿Qué interesa que una tenga un perfil secundario, que otro haya sostenido conversaciones sospechosas para torcer decisiones judiciales o que el tercero -descontando los nubarrones que se ciernen sobre él- deba vigilar a los funcionarios de quien es su mentor principal? Cuando la Suprema cambió de opinión frente al fuero parlamentario, no lo hizo para corregir un error suyo (que consistía en darles a los privilegiados la potestad de cambiar de juez cuando lo desearan), sino porque "se apasionó". Y le abrió investigación al procurador Ordóñez, no porque hubiera una queja judicial que le era obligatorio tramitar, sino porque Ordóñez "no se alineó en la campaña que (los togados) emprendieron contra el presidente Uribe". No es correcto sentir curiosidad jurídica de que Ordóñez hubiera alterado un proyecto de fallo en el que se sancionaba a dos ministros, dos secretarios jurídicos de Presidencia y un viceministro. Hay que cerrar calladitos el capítulo y no indagar.

Esa es la idea que el postulado Camilo Ospina tiene de la Fiscalía y de la que sería su tarea, porque sus respuestas a María Isabel Rueda fueron patéticamente... políticas. Pretendiendo venderse como El Fiscal, Ospina no pronunció una sola tesis jurídica. Al contrario: "Me siento un patriota". "A los colombianos los he defendido con furor; ellos me quieren". "Mis jefes serán doña Teresa en la tienda, don Pedro en el taxi, don Juan en la carpintería...". Esas son las frases de un candidato a senador en trance de buscar votos. De un fiscal uno esperaría que se preocupe por la ley antes que por lo que piense doña Teresa. Si va a dirigir las investigaciones penales con orientación de encuesta en cambio de lo que le ordenan los códigos, nos llevó el que sabemos. Ospina no atinó a explicar tampoco por qué Carranza pagó un costoso aviso para defenderlo. Sólo dijo "plop", agudo él; aceptó haber sido el anfitrión en Washington de cuanto magistrado pasaba por allá y terminó casi rogándole a la Corte que lo eligiera. Aunque fuera dignidad política, no jurídica ni real, debería aparentar.

Cecilia Orozco Tascón

El Espectador / 30 de septiembre de 2009