Cada día es más común que los noticieros de televisión empiecen sus programas con información que proviene de la Corte Suprema de Justicia. Y la figura que encarna, representa y hace de vocero de la institución es su presidente, Augusto Ibáñez, mucho más mediático que sus antecesores y de un estilo más abierto, polémico y protagonista. ¿Quién es este hombre que, a la cabeza de la Corte, ha llegado a ser odiado por los uribistas más radicales, y admirado por la oposición?

La elección de Augusto Ibáñez Mosquera como presidente de la Corte -competida y dilatada- se llevó a cabo en momentos en que la entidad buscaba un líder para tiempos de crisis. Se sentía perseguida, por los seguimientos e interceptaciones contra sus miembros, y estaba cuestionada por actuar según motivaciones políticas.

Hace diez años a Ibáñez se le había convertido en obsesión el cambio mundial de la rama del derecho que ha sido su especialidad y el nacimiento de la Corte Penal Internacional (CPI). Para entonces litigaba exitosamente en una oficina de Bogotá. Había estudiado a fondo los convenios de Ginebra que ratificados por el Gobierno colombiano obligaban al Estado al cumplimiento pleno de las normas del Derecho Internacional Humanitario. Al tiempo, en el Caguán iniciaba el proceso de paz con las Farc al que llegó unos años después para explicarles a los guerrilleros los alcances del acuerdo humanitario que consiguió la libertad de más de 200 soldados secuestrados.

Sensible desde la cuna por la condición humana, pues su padre fue médico y su mamá enfermera de la Cruz Roja, desde muy temprano escogió el derecho como su carrera. Llegó de Tunja a estudiar en la Universidad Externado de Colombia y fue un buen alumno. Empezó a trabajar desde muy temprano de la mano de Hernando Gómez Otálora, que lo llevó a ser secretario de la Cámara de Representantes y en ese puesto duró 4 años.

La estabilidad le sirvió para proponerle matrimonio a su compañera de clase María Cristina Mosquera, el motor desde entonces de su carrera y de su vida. Es común que Ibáñez les cocine a ella y a sus cuatro hijos el plato de su especialidad como chef en sesiones familiares que para él son el mayor tesoro.

Disciplina prusiana

Para trabajar, casarse por lo civil y seguir su carrera, Ibáñez mantenía una estricta disciplina, poca fiesta y mucho libro. Su juicio lo llevó a ser profesor auxiliar de Alfonso Reyes Echandía. Por la mañana del día en que este murió siendo presidente de la Corte Suprema en la toma del Palacio de Justicia, había dejado firmado el nombramiento de Ibáñez como profesor titular. Desde entonces no dejó de ser docente.

Llega a la oficina a las siete de la mañana, a veces antes, le molesta el desorden y no perdona que un proceso llegue al límite del tiempo para vencerse por términos. Es tan meticuloso que él mismo prepara la pinta que debe usar para eventos especiales y se encarga de que la toga, colgada en un perchero de su baño privado, esté perfectamente planchada y lista para cada sesión plenaria.

Pero la característica más clara de su estilo, es su sentido del humor por el que a muchos encanta y a otros aleja. Siempre tiene un apunte para explicar sus posturas, o para mandar los mensajes. Usa la paradoja hábilmente por lo que su tono conciliador en ocasiones suena a un sarcasmo disimulado. A pesar de los méritos que en general le atribuyen, Ibáñez no es 'perita en dulce' para todos. No falta el que piensa que se le subió la presidencia a la cabeza y que no son tiempos para hacer bromas, ni protagonismo que tachan de interés político.

Lo dicen citando los coqueteos que el magistrado tuvo con el mundo de la política. En el 2006 se lanzó como candidato al Senado por el partido Cambio Radical, era el número 30 en la lista preferente y sacó un poco más de mil votos. Su amistad con Germán Vargas Lleras venía desde que trabajó con la periodista María Isabel Rueda cuando fue representante a la Cámara por ese partido. Luego vino la cercanía con el gobierno de Andrés Pastrana, que inició cuando el entonces canciller, Guillermo Fernández de Soto, lo escogió para ser uno de los negociadores de Colombia en la suscripción del tratado de Roma que creó la Corte Penal Internacional.

Justamente fue en esa época en la que Augusto Ibáñez se trasladó a Nueva York y conoció a todas las delegaciones de los países que suscribirían el tratado. Escribió luego un extenso libro sobre los alcances de la CPI, y construyó contactos al más alto nivel que hoy le han permitido internacionalizar el trabajo de la Corte Suprema para, por ejemplo, pedir al relator de Naciones Unidas el acompañamiento que garantice el correcto desarrollo de los procesos del Alto Tribunal que están siendo cuestionados por el Gobierno. Ibáñez está convencido de que si en Colombia la Justicia es intimidada, será necesario apelar a las instancias externas.

Retos en el horizonte

No es de poca monta el desafío que tiene por delante, ni tampoco lo que representa esta novedad para un tribunal que poco o nada había tenido de exposición internacional. En eso radica la importancia de su presencia en la presidencia de la más alta magistratura de la Justicia y se evidencia, por ejemplo, en una de sus más recientes sentencias, en la que condicionó la extradición de uno de los más importantes narcotraficantes y jefes paramilitares del país, en la que sentó jurisprudencia al decir que solo si reconocía la totalidad de sus delitos y reparaba a las víctimas podría ir ante la Justicia de los Estados Unidos.

Así lo hecho saber ante el presidente Álvaro Uribe con quien ha tenido varios encuentros en los últimos meses. Austero, pacífico y bromista, se toma muy en serio el panorama de futuro que se está jugando Colombia para transitar hacia una Justicia que permita la reconciliación. Ibáñez, de cualquier manera, mantendrá un perfil público alto en los próximos meses porque su estilo, sus convicciones y el 'choque de trenes' no le permitirían nada distinto.

Cambio / 24 de septiembre de 2009