Por: Elespectador.com

POR ESTOS DÍAS LA CORTE SUPREMA de Justicia y el Ejecutivo protagonizan un enconado enfrentamiento en torno de la elección del próximo fiscal que habrá de reemplazar a Mario Iguarán.

En la semana que termina nos enteramos de que la Corte Suprema, en su séptima sesión de elección y por razones de idoneidad, probidad e independencia, decidió que la terna enviada por el Gobierno hace ya un par de meses "no es viable". Al día siguiente circuló un comunicado gubernamental que nos recuerda que quien tiene el derecho constitucional de nominación es el Presidente de la República. La Corte Suprema, bajo esta minimalista interpretación de sus funciones, no podría más que limitarse a elegir al que considere el menos malo de los candidatos. No lo ha hecho, la interinidad en el despacho del Fiscal General se prolonga en manos del fiscal encargado, Guillermo Mendoza Diago, y al máximo tribunal de la justicia colombiana se le acusa, explícitamente, de forzar con su desplante un quiebre en el orden institucional.

Es cierto, como lo dice el comunicado de la Presidencia, que la Corte Suprema expresó, en cabeza de su presidente encargado, Javier Zapata, que los candidatos Juan Ángel Palacio, Camilo Ospina y María Virginia Uribe reunían las condiciones que legalmente requerían. Y poco tiempo después, al conocerse algunas de las denuncias mediáticas sobre el comportamiento de algunos de ellos, incluso insistió, en esta ocasión a través del magistrado Augusto Ibáñez, en que no existían impedimentos legales en ninguno de los opcionados.

Pero existían, y todavía subsisten, serias dudas frente a la relevancia de los candidatos. De Palacio se dijo que una grabación de cuando era consejero de Estado lo comprometía con lo que presuntamente sería el delito de tráfico de influencias. Sobre Ospina no fueron pocos los que manifestaron su inconformidad por tratarse de la misma persona que, en calidad de ministro de Defensa, firmó la directiva ministerial 029 de 2005 que a la postre incentivó los denominados "falsos positivos". Y a Virginia Uribe, de quien poco se conocía, se le escuchó una paupérrima intervención en la audiencia pública ante la Corte.

Adicionalmente, el perfil de ninguno de los ternados obedecía al grado de independencia que se esperaría de quien dirige la justicia penal en Colombia. Tanto más frente a la gravedad de los muchos procesos abiertos que dependen de la celeridad y buen juicio de la Fiscalía, en particular aquellos cercanos al Gobierno o su coalición como es el caso de la parapolítica, la yidispolítica, los falsos positivos o las interceptaciones ilegales del DAS.

Entonces, como ahora, el Gobierno se abstuvo de cualquier comentario. Con el agravante de que ninguno de los ternados, por decisión propia o forzados a ello, se hizo a un lado ante el sartal de críticas e inconformismo que produjo la terna nominada. Los candidatos que tercamente el Gobierno desea imponer cumplen con el mínimo de cualidades que la Constitución exige. La Corte Suprema rechaza la terna por considerar que además de cumplir con su obligación constitucional de elegir entre los candidatos, tiene la responsabilidad política y el deber ético de garantizar que se esté respetando el espíritu de la ley.

Ante este callejón sin salida en el que ni la Corte Suprema ni el Presidente se muestran dispuestos a ceder en lo que se ha convertido ya en un punto de honor para ambos -que mantiene en interinidad un ente de la mayor importancia en el andamiaje de la justicia-, la única solución a la vista es acudir a la grandeza de los tres candidatos para que desistan voluntariamente del honor al que fueron llamados. El país se los agradecería.

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El Espectador / 19 de septiembre de 2009