Por: María Elvira Bonilla

LA ELECCIÓN MÁS IMPORTANTE EN la Colombia de hoy, después de la del Presidente de la República, es la del fiscal general, del cual depende la aplicación de la política criminal, en un país donde sobran los hampones y falta la justicia.

Ese gran investigador y acusador en nombre de los ciudadanos debe ser un funcionario independiente, recto y de carácter, con los pantalones bien puestos. La experiencia última del país, por cuenta del perverso proceso de selección, es la de fiscales agradecidos y obligados con quien les abrió el camino al puesto: el Presidente de la República. Más cuando se trata de un gobernante tan autoritario y controlador como Álvaro Uribe, que sabe mandar. Se vuelve prioridad entonces cuidarles la espalda a él y a las amistades, empresarios y políticos cercanos al círculo de poder, olvidando su impostergable tarea de administrar la justicia en favor de todos los ciudadanos.

Mario Iguarán, el fiscal de Uribe, es un abogado que llega de ser viceministro de Justicia de Sabas Pretelt, donde tuvo responsabilidades con el diseño de la Ley de Justicia y Paz. Su aplicación, se supuso entonces, sería una de sus banderas. Pero qué va, su paso por la Fiscalía se tradujo en un adormecimiento de los procesos de la parapolítica (nada más diciente que los más de 20 congresistas, en su mayoría de la coalición de gobierno, que al iniciarles la Corte Suprema investigación, corrieron a renunciar a sus investiduras para protegerse a la sombra del fiscal Iguarán), el aplazamiento de las decisiones respecto a funcionarios de alto nivel -incluidos los ministros Sabas y Palacios-, involucrados en la yidispolítica, ni una palabra se le oyó respecto de los escándalos de corrupción en las millonarias contrataciones del Estado.

Iguarán prefirió dedicar su energía a desenterrar juicios históricos como el asesinato de Luis Carlos Galán y la toma del Palacio de Justicia, que si bien no pueden quedar en la impunidad y ameritan toda la atención, no forman parte de las urgencias de un país bañado en sangre, donde 600 asesinos paramilitares han confesado, en los procesos de Justicia y Paz, haber cometido 21.000 homicidios entre 1987 y 2005, para no mencionar los 246 mil hechos criminales documentados por las autoridades a partir de archivos judiciales y denuncias de las víctimas, que ocurrieron en esos años en los territorios controlados por los paramilitares. Investigar y acusar a los autores de semejante hecatombe criminal habría sido la gran tarea de un Fiscal comprometido con el país. Pero no, en los 4 años de vigencia de la Ley de Justicia y Paz, se ha producido una sentencia en firme, 14 aguardan fallo y en 186 casos la Fiscalía ha hecho formulación de cargos. Insignificantes resultados que no le devuelven al país su confianza en la justicia y en que los conflictos pueden resolverse civilizadamente y no a puños y a bala.

La terna presentada por el Presidente, cuya credencial fundamental es la de ser amigos suyos, en la que el abogado más experimentado presenta antecedentes de intento de soborno, augura más de lo mismo en la Fiscalía: mansedumbre y docilidad.

El Espectador / 30 de julio de 2009