Uribe volvió a demostrar que es más peleador que estadista: no buscó un buen fiscal sino darle un golpe a la Corte.

La terna que el presidente Uribe le envió a la Corte Suprema para que escoja al fiscal general tiene todas las condiciones que normalmente se mencionan como ejemplo de lo que no debe ser. Lo ideal es que el fiscal sea independiente del Gobierno, penalista, con carrera en la rama y de alto perfil. La realidad es que los tres nombres escogidos -Camilo Ospina, María Virginia Uribe y Juan Ángel Palacio- tienen precisamente en común que no reúnen ninguno de estos requisitos.

La curiosa tripleta tampoco responde al criterio sano de darles a los magistrados alternativas de dónde escoger: es una terna de uno. Desde cuando la Presidencia publicó la lista el viernes pasado con evidente desgano y calculado retraso, dos de los tres -Uribe y Palacio- no han parado de esgrimir sin éxito débiles argumentos para hacer creer que no son simple relleno para legitimar la elección del ex ministro de Defensa Camilo Ospina, cuya aspiración está cocinada desde hace meses y quedó corroborada con su renuncia a la Embajada ante la OEA para hacer campaña sin pudor.

Uribe volvió a demostrar que es más peleador que estadista. No busca facilitarle la tarea de escoger un buen fiscal a la Corte Suprema, con la que está de pelea, sino arrinconarla y obligarla a escogerle a su favorito -Ospina- o a pagar el precio de llevar al búnker a alguien sin las credenciales necesarias. De paso, los magistrados tendrán que optar por alguien muy cercano al Presidente y a su entorno. Los paisas Uribe y Palacio, y el ex secretario jurídico, ex ministro y ex embajador Ospina, han sido subordinados del Presidente. "Si la Corte Suprema quiere un fiscal que no haya trabajado para Uribe, tendrá que devolver la terna", decía esta semana lasillavacia.com.

El Gobierno no se caracteriza por el alto nivel de sus funcionarios. Uribe, bien se sabe, prefiere la lealtad y la obediencia a la capacidad e iniciativa de sus colaboradores y ese ha sido su estilo, compatible con su obsesión microgerencial. Pero una cosa es aplicar ese criterio a la selección de sus subordinados y otra muy distinta hacerlo para el fiscal general, a quien la Constitución le concede un grado de independencia. La razón por la cual la Constituyente estableció la autonomía del fiscal general era evitar la politización del ente acusatorio y asegurar su capacidad para investigar a los miembros del Gobierno.

Es cierto que la autonomía no es total, en la medida en que el jefe de Gobierno tiene la facultad de proponerle a la Corte la lista de candidatos. Y es razonable que los presidentes traten de influir en la línea ideológica de quien desempeña uno de los cargos más poderosos del Estado. Nadie le pide a Uribe que nombre a enemigos. Pero en la elaboración de esta terna se le fue la mano y cayó en la tentación de controlar la Justicia. No guardó apariencias ni buscó equilibrios entre la amistad y hojas de vida con peso específico. Ninguno de sus antecesores había postulado candidatos tan cercanos.

Y eso es grave, sobre todo en el caso de un presidente reelegido que, además, aspira a un tercer periodo. En el pasado, los mandatarios influían en el nombramiento del fiscal al final de sus cuatrienios, pero el elegido ejercía el cargo con el presidente siguiente. La prolongación del periodo de cuatro años a ocho y eventualmente a 12 -y con una terna de ex subalternos-, acaba con la independencia que la Constitución del 91 le entregó al fiscal.

Con una agenda como la que heredará el sucesor de Mario Iguarán, que incluye procesos abiertos que afectan políticamente al Gobierno -congresistas en la ‘parapolítica', ministros en la ‘Yidispolítica', directores del DAS en las ‘chuzadas' telefónicas, militares en los mal llamados ‘falsos positivos'- la legitimidad de los fallos futuros se puede afectar con la percepción de que el Gobierno no buscó un buen fiscal sino un fiscal de bolsillo. Y esa es la pésima imagen que deja la terna de amigos.

Cambio / 09 de julio de 2009