Por : Fernando Londoño Hoyos
Teniendo por cosa segura que nos equivocamos, lo peor es caer dos veces en el mismo yerro. El señor Presidente habrá detestado la hora en que se le ocurrió abrirle camino hacia la Fiscalía General de la Nación a un sujeto como Mario Iguarán. De eso estamos ciertos. Pero hay graves indicios de que se propone repetir la dosis, candidatizando para esa altísima dignidad al doctor Camilo Ospina, por quien ha mostrado una predilección difícil de entender.
La primera condición para un Fiscal, a quién le puede caber duda, es la de que sea un gran penalista. La Fiscalía es el órgano clave de la jurisdicción penal, en la que juega como en ninguna la vieja máxima de que en Derecho no está la ciencia en alegar, sino en probar. Y el Fiscal es el que entrega la mesa servida a los jueces de conocimiento, con una investigación que ha de ser limpia, oportuna, impecable.
Ospina, ha de saberlo el Presidente, no tiene entre sus activos el de ser penalista ni criminólogo. En la materia, no están las cosas para principiantes.
La candidatura de Ospina sería una bofetada en el rostro a las Fuerzas Militares. Hasta el último soldado sabe que siendo Ministro de Defensa destrozó la Justicia Penal Militar. Derogando la Constitución Política, puso a los hombres en armas al alcance de la Fiscalía, que los persigue sin razón, algunas veces por impericia en materia tan especializada, y otras muchas, las más, dentro de la tenebrosa guerra política desatada contra la institución castrense por quienes son el poder real en el órgano de investigación criminal. Para corregir esa hazaña de Ospina, avanzan varias demandas contra aquel acto administrativo, desprovisto de forma y dramático en su contenido.
Con la Corte Suprema de Justicia, la cosa no va mejor. Sus miembros no olvidarán que el Proyecto de Reforma Constitucional que prepararon en admirable concertación con el Gobierno, y en el que como apenas es obvio se reconocía y declaraba sin ambages que la Corte Suprema lo es de veras, punto de cierre final de la jurisdicción penal, civil, laboral, de comercio y familia, lo arruinó Ospina.
La prohibición de cualquier tutela contra una sentencia ejecutoriada de la Corte era punto crucial de aquella reforma, que el doctor Camilo Ospina saboteó en Palacio, Dios sabrá con cuál propósito.
Las heridas abiertas con ese viraje en la opinión del Gobierno, que Ospina concertó con el doctor Eduardo Montealegre, presidente entonces de la Corte Constitucional, no han restañado.
El país no ignora el precio que se ha pagado por esa claudicación en la doctrina fundamental del Derecho. La Corte sabe a quién se le debe, en primer término, esa agresión contra su majestad y sus funciones.
Camilo Ospina no ha sido hombre leal con el Gobierno y con el Presidente de la República. Todavía no les ha explicado a los colombianos, que perdieron con el Referendo la más preciosa pieza para su redención social y económica, por qué se fue a hurtadillas, en la noche del viernes anterior a la jornada electoral, a ordenar la publicación en el Diario Oficial de un Censo al que se agregaron más de un millón de cédulas inhábiles, que elevaron el umbral y dejaron cortos, por muy pocos votos, los necesarios para aprobar las preguntas claves de aquella pieza política fundamental.
Finalmente, elegir a Ospina es poco menos que reelegir a Iguarán. Sus relaciones con la plana mayor de los abogados de DMG, y con ello va todo dicho, son entrañables, visibles e irrevocables.
Cuatro años de la misma Fiscalía es demasiado. Y el Presidente, acaso sin saberlo, pavimente la ruta que le tienen preparada para llevarlo como reo ante la Corte Penal Internacional. La flecha que se ve venir, llega más despacio. Las traiciones también.
El Tiempo / 04 de junio de 2009