Por: Rodrigo Uprimny Yepes

LOS JUECES Y LOS INTEGRANTES DE los organismos de control deben no sólo ser expertos en su tema, sino que tienen un deber de ingratitud hacia quienes los eligieron pues, de no ser así, ¿en qué quedaría su independencia, que es una condición necesaria para ejercer apropiadamente sus funciones?

El fundamento de ese deber de ingratitud es claro, en especial frente a quienes son jueces constitucionales o jefes de los organismos de control. Esos altos cargos suelen tener, por razones valederas pero que no es posible discutir en esta columna, un origen en parte político, como sucede en Colombia con los nombramientos del Procurador, del Contralor, del Defensor del Pueblo o de los magistrados de la Corte Constitucional y de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, en cuya elección participan, en distintos grados, el Presidente y el Congreso.

Sin embargo, a pesar de su elección parcialmente política, estas personas dirigen organismos de control o ejercen funciones judiciales, por lo cual deben aplicar la Constitución y la ley en forma imparcial y en beneficio de todas y de todos, y no para devolver favores. La lógica de su actuación no debe ser entonces la gratitud hacia sus nominadores, sino la defensa del Estado de Derecho y de los Derechos Humanos. La prueba ácida de que estos funcionarios son realmente independientes y de que, por razones de lealtad democrática, ejercen esa necesaria ingratitud cívica, es que sean capaces de tomar decisiones contrarias a los intereses de quienes los eligieron.

Esta idea de que un buen juez constitucional tiene un "deber de ingratitud" hacia quienes lo nombraron fue formulada por Robert Badinter, cuando fue elegido en 1986 por el presidente Mitterrand como presidente del Consejo Constitucional francés, que es un órgano semejante a la Corte Constitucional en Colombia. Y efectivamente, durante su período de nueve años en el Consejo Constitucional, Badinter ejerció con entereza ese deber de ingratitud.

Badinter tenía lazos previos fuertes con Mitterrand, pues no sólo le había acompañado en sus campañas presidenciales, sino que había sido su ministro de Justicia entre 1981 y 1986; y fue además un ministro estrella, pues impulsó una de las reformas más notables de ese primer gobierno de Mitterrand, que fue la abolición de la pena de muerte. Pero esos vínculos estrechos anteriores no impidieron a Badinter mantener, como juez constitucional, una clara independencia frente a Mitterrand.

Ahora bien, no todos los magistrados suelen tener esas virtudes democráticas. Por ejemplo, en 1973, luego del golpe de Estado, el presidente de la Corte Suprema chilena, Enrique Urrutia Manzana, que no fue nombrado por Pinochet pero que parecía muy agradecido porque el nuevo dictador mantuvo intacta a la Corte Suprema, puso la banda presidencial al general y orgullosamente le dijo: "Dejo el poder judicial en sus manos".

En el último año, y como consecuencia del desequilibrio institucional ocasionado por la reelección inmediata, el presidente Uribe y su coalición en el Congreso han tenido una influencia decisiva en el nombramiento de varios magistrados de la Corte constitucional y del Consejo Superior de la Judicatura, así como de los jefes de los tres organismos de control: Procurador, Defensor y Contralor. El futuro del Estado de Derecho y de la democracia colombiana dependerá en gran medida de que esos funcionarios ejerzan, con el buen ejemplo de Badinter, su deber de ingratitud o que, por el contrario, con el mal ejemplo de Urrutia Manzana, pongan sus instituciones en manos del Gobierno. La opinión pública y académica deberá estar muy vigilante sobre esta evolución.

El Espectador / 13 de abril de 2009