El Congreso de la República, en una rápida elección y por amplia mayoría, designó ayer a dos nuevos magistrados de la Corte Constitucional.

La determinación del Congreso tuvo lugar a pesar de la petición de varias organizaciones de la sociedad civil de disponer de mayor tiempo para que la ciudadanía se pronunciara acerca de las intervenciones que los candidatos habían hecho en una audiencia pública.

La elección no produjo ninguna sorpresa, puesto que -como lo advirtieron esas organizaciones- de antemano se sabía la identidad de los candidatos que habrían de resultar escogidos para el más alto tribunal de custodia de la Constitución.

El malestar de las organizaciones por el proceder del Congreso no ha sido poco, en razón de la importancia que para el país tiene la conformación del órgano cuya función básica es la de velar por la vigencia de la Constitución.

Las inquietudes se originaron desde el momento mismo en que la Presidencia dio a conocer la hoja de vida de las ternas que presentó ante el Legislativo, porque la mayoría de sus miembros carecían de una producción académica de alguna relevancia o reconocimiento sobre la jurisprudencia constitucional colombiana.

Por el contrario, la experiencia profesional de los aspirantes se centraba casi exclusivamente en el derecho privado y poca en el ámbito del derecho público o de los derechos humanos, cuya defensa e interpretación es la tarea primordial de la Corte Constitucional.

La preocupación por ese hecho, sin embargo, no es por la especialización en aquella disciplina del derecho, que es igualmente necesaria en la Corte. Está relacionada con el marcado sesgo político a favor del Gobierno que puede llegar a tener la Corte como consecuencia de que, en virtud de la reelección, esta es la segunda vez que el Ejecutivo escoge la terna de los candidatos.

Lo anterior es aún más inquietante si tenemos en cuenta que ya el Presidente mostró su interés en impulsar una nueva reforma a la Constitución que permita una segunda reelección, cuyo visto bueno final quedará precisamente en manos de los magistrados de la Corte Constitucional.

Preocupa, entonces, la tendencia política que se puede estar consolidando en el interior de ese alto tribunal, cuando la tradición era la de que debía primar la trayectoria jurídica, particularmente en temas constitucionales y públicos. Al fin y al cabo, las opiniones de los magistrados crean la jurisprudencia mediante la cual se le da desarrollo a la Constitución.

Aunque en la práctica es inevitable la interferencia política en la escogencia y elección de los magistrados de la Corte -puesto que en ella intervienen tanto el Presidente como el Congreso- el tiempo en que ese procedimiento tenía lugar, antes de la reelección, limitaba la influencia de esos intereses.

La experiencia histórica, que recoge la teoría política, señala que no es sano ni prudente que el balance de poderes en un estado democrático se incline hacia cualquier lado, menos hacia quien detenta el Poder Ejecutivo.

Consecuencia esta que no estaba prevista en la Constitución y que se ha presentado a raíz del cambio del "articulito", cuya reforma se pretende hacer una vez más.

No estamos, pues, ante un asunto de menor importancia para la institucionalidad del país. En cierta forma, como ya lo han señalado varias voces respetables, se podría estar empezando a desmontar uno de los pilares básicos de la Constitución de 1991, diseñado como garantía contra cualquier monopolio de poder o de interpretación de sus mandatos.

En este sentido, extrañamos el silencio que guarda la academia, en particular las universidades que tienen facultades de derecho o de ciencias políticas, porque el principio de la separación de poderes, como esencial para la democracia y el estado de derecho, es de las primeras cosas que se les enseñan a los estudiantes.

Echamos realmente de menos que, dada la trascendencia de los cambios institucionales que se están impulsando desde el Gobierno, no haya más discusión sobre sus alcances y consecuencias. Si los partidos políticos no lo hacen, por razones conocidas, que sean las universidades las que lo hagan. Es cuestión de ética.

El Heraldo / 26 de marzo de 2009