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LLEGÓ A SU FINAL LA GESTIÓN DEL presidente de la Corte Suprema de Justicia, el abogado Augusto Ibáñez.

No está claro quién lo sucederá en tan importante cargo, pero desde ya puede decirse que no será fácil encontrarle un reemplazo. Aunque no exenta de polémicas, la suya fue una labor encomiable en momentos en que el contexto, en lo judicial y lo político-institucional, era particularmente complicado.

Para cuando asumió su cargo el ahora ex presidente Ibáñez, el futuro de los procesos de la parapolítica corría un riesgo que, aunque latente, disminuyó gracias a que la Corte Suprema se opuso a quienes desde el poder político clamaban por impunidad. Igual ocurrió con la Ley de Justicia y Paz, con el devenir de la justicia transicional: que se investigue la responsabilidad colectiva de los crímenes cometidos por el paramilitarismo y que cese entonces el énfasis en las pesquisas unitarias que se adelantaban, fue uno de los trascendentales aportes de la Corte Suprema a la implementación de justicia en este período.

Una contribución que no debe pasar inadvertida, pues supone un interés en el entendimiento global del fenómeno del paramilitarismo. De acá que desde la presidencia de Ibáñez se le haya apostado a una posible Comisión de la Verdad que nos permita reencontrarnos con un pasado común, con un relato global en el que los protagonistas no sean los victimarios, sino las víctimas y los móviles que llevaron a sus asesinatos. Por ello también Colombia ingresó en las grandes lides del derecho y se acogió a las exigencias de la Corte Penal Internacional.

Estas no eran tareas sencillas, como no lo fue la particular coyuntura institucional en que debió ejercer su liderazgo el magistrado Ibáñez. Le tocó enfrentar, junto a sus colegas de la Corte Suprema, el último año de un presidente en campaña electoral para una segunda reelección. Una circunstancia que en cualquier otro país respetuoso del Estado de derecho habría alterado el ambiente. La querella por los pesos y contrapesos que muchos han querido reducir a cantaleta de la oposición, tomó forma en la lucha de la Corte Suprema y su presidente por la elección del futuro Fiscal General de la Nación. Una designación usualmente rutinaria pero que, en presencia de la reelección presidencial, tomó una preponderancia inhabitual.

E igual ocurrió con la figura del propio Ibáñez, quien debió enfrentarse por más de seis meses al apabullante poder mediático y político del Gobierno. De la noche a la mañana se vio convertido en uno de los defensores de la democracia y la institucionalidad. Convencido, como lo estamos muchos, de los peligros de elegir un Fiscal de bolsillo que lleve al silenciamiento de procesos tan cercanos a la Casa de Nariño como la parapolítica, las ejecuciones extrajudiciales, las 'chuzadas' del DAS y la yidispolítica, Ibáñez no les fue esquivo a los medios de comunicación. Hay quienes dicen, incluso, que exageró e incurrió en sobreexposición. ¿Cómo olvidar en ese sentido su desafortunada frase -"el siglo XXI es el siglo del juez"- en alguna de aquellas salidas?

Más allá de estas erráticas posturas, que no son suficientes para opacar el balance de un acertado mandato, preocupa que después de tan enconados debates la elección del nuevo fiscal empiece a dar giros aún inadvertidos por la opinión pública. La alta votación que obtuvo el candidato Camilo Ospina en una de las sesiones anteriores de la Corte Suprema, pese a que pertenecía a la terna juzgada inicialmente como "inviable", supone que, por miedo o por cansancio, ya hay quienes están dispuestos a ceder ante la presión. También se dice en algunos círculos judiciales, y ojalá este sea un falso rumor, que el canje de puestos por votos ha iniciado su tradicional poder corruptor. De ser así, uno de los últimos bastiones de la democracia se nos estaría pervirtiendo y la extenuante labor del ahora ex presidente de la Corte Suprema habría sido en vano.

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El Espectador / 03 de febrero de 2010