espectador

 

Por: .Cristina De La Torre* Columnista de El Espectador

Discípulo del inmolado Reyes Echandía, este magistrado ha defendido a capa y espada la independencia de los jueces de Colombia.

A la catarata de provocaciones del Jefe de Estado, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Augusto Ibáñez, ha respondido con la misma medicina que Uribe le suministra a Hugo Chávez: el silencio. Silencio exasperante que, en sentir de algunos, conspira contra los apremios del Primer Mandatario por sentar en la Fiscalía a un hombre suyo en misión de torpedear procesos que cuestionan la legitimidad de la reelección y comprometen al alto Gobierno.

Tras la exaltación del presidente Uribe se entrevé un acumulado de abusos y delitos de sus funcionarios que interpelan ya a las cortes internacionales: cohecho de una vía, que manda a la cárcel a Yidis Medina y exonera a los ministros del caso; más de un tercio de los parlamentarios, casi todos afectos al Gobierno, implicado en delitos de lesa humanidad; transformación del DAS en policía política y aparato de persecución contra la Corte; falsos positivos que pasan de dos mil y espectáculos de corrupción oficial como el de AIS, sumen al país en la peor de sus crisis y demandarían el ejercicio pleno y autónomo de la justicia. He aquí, se dice, el mar de fondo de una cruzada de tres años contra la Corte, reducto final del Estado de Derecho que no ha sucumbido al abrazo de Álvaro Uribe.

Piensan otros que la Corte actúa con criterio político. Que ha derivado en partido de oposición capaz incluso de colocarse en el bando del terrorismo (pues no toca a la farcpolítica) y de quebrantar la institucionalidad. A la voz de que Colombia se había comprometido con Naciones Unidas a preservar la independencia del fiscal, Uribe advirtió que por ese camino jugaba la Corte al golpe de Estado. No faltan quienes ven en esta admonición la secreta intención de anticiparse a poner en otro la viga del ojo propio, cuando sería una segunda reelección la causa de la temida ruptura institucional. Pero habría ligerezas que hieren la imagen de decoro de la Corte entera. Como las deferencias y larguezas de un personaje non-sancto como Giorgio Sale con algún magistrado de la corporación.

Mientras la frivolidad interesada de algunos medios trivializa la inminencia de una ruptura institucional presentándola como "choque de trenes" o de vanidades, en el encono de la disputa hacen su agosto las imágenes. Augusto Ibáñez, tunjano de 50 años, pausado, de ademanes lentos y fino humor, bien podría simbolizar al capitalino "de coctel" que Uribe ha dado en desdeñar. Acaso para atizar regionalismos que Antioquia y la Costa, dominios predilectos de la patria refundada, agitan contra el estereotipo de un altiplano flemático y distante. Ibáñez controvierte sin gritar ni remangarse la camisa.

Pero este catedrático, analista y escritor, no va a cocteles. Le duelen las tres horas que el sueño le roba cada día a un compromiso que pareció marcarlo de por vida: a los 26 años, como profesor auxiliar de Alfonso Reyes Echandía en el Externado, lloró impotente el sacrificio de éste su maestro y entonces presidente de la Corte, en el Palacio de Justicia, y se impuso el deber de no transigir frente a ningún poder en la defensa de la Constitución. Tal vez, mientras contemplaba los destellos de la conflagración aquella noche de horror, no columbró que el destino y su rigor profesional lo elevarían hasta la cumbre de la justicia, cuando ser presidente de la Corte no representaba ya una distinción honorífica sino el más abrumador desafío de rodear el republicanismo que la nación construye con dificultad desde 1810.

Más inclinado a los libros que a los votos, Ibáñez no alcanzó los tres mil sufragios cuando quiso llegar al Congreso por Cambio Radical. Hizo el oso. En cambio, retomó la senda del jurista que había inaugurado con tesis aclamada sobre Administración Pública. El Presidente de la Corte no improvisa cuando exige a los aspirantes a Fiscal no sólo requisitos de ley, sino idoneidad e independencia. Ya desde entonces valoraba la calidad del funcionario público en términos de servicio a la sociedad, no en reciprocidades con quien lo nombra. Se trata de hallar al mejor funcionario, no meramente a aquel a quien la ley no descalifique.

El Espectador / 13 de diciembre de 2009