La insoportable garrotera entre el Presidente de la República y la cabeza actual de la Corte Suprema de Justicia está socavando la majestad de ambas investiduras. Y es que no se trata del energúmeno de Uribe contra el lagarto de Ibáñez. No son dos personas enfrentadas, sino los máximos representantes de dos poderes del Estado, y lo que simbolizan sus dignidades. Da grima ver hasta dónde se llegó en los últimos días. El uno regañando sin necesidad por las emisoras, el otro dando inoportunas entrevistas y declaraciones. Desmintiéndose, toreándose... Deprimente, en realidad.
Dijo el Procurador, cuya mediación debe ser bienvenida, que, debido a esta pugna, "en escenarios internacionales ya se comienza a hablar de la inviabilidad del Estado colombiano". He estado últimamente en varios escenarios internacionales -sobre todo político-periodísticos- y no me consta que se ventilen hipótesis tan extremas.
Pero sí doy fe del desconcierto y creciente preocupación que en el exterior ha causado esta prolongada pelea y el último 'round' Uribe-Ibáñez. Sobra decir que el impacto sobre la imagen institucional del país ha sido poco menos que deplorable.
Nadie puede creer que un visceral enfrentamiento entre el Presidente y la Corte Suprema vaya para cuatro años, o que el país lleve seis meses sin Fiscal General en propiedad por causa del mismo. Más aún, que al ya viejo 'choque de trenes' se le sume un tenso pulso entre el Ejecutivo y la Corte por la elección del nuevo Fiscal, que se convierte también en un muñequeo de egos entre las cabezas de estos dos poderes.
Entre señalamientos mutuos, acusaciones de mentirosos y guerra de comunicados a la opinión, el presidente Uribe y el magistrado Ibáñez han protagonizado un desolador choque de tono personal. Con el telón de fondo de un descarrilamiento institucional, al que contribuyen estos comportamientos.
Tanto el de Uribe, quien está obligado a buscar la armonía, en lugar de convertirse con sus andanadas en el principal aliado de los radicales de la Corte, como el del presidente de esta, que cede al halago mediático y asume una vocería que ni ganó en las urnas ni corresponde a un colectivo de múltiples juristas. Por más espíritu de gremio que los magistrados ejerzan, la diversidad de opiniones es inevitable. Salvo -claro- cuando los unifican los ataques externos, que tampoco deben servir de pretexto para que la Corte asuma posturas políticas que desvirtúen su misión.
En medio de la encrucijada, no se puede olvidar lo que dice la Constitución para la escogencia del Fiscal General: el Ejecutivo presenta una terna de candidatos y los magistrados de la Corte escogen al ganador.
Obviamente, la política como tal entra a jugar en ambos lados de la ecuación: tanto en la definición de los tres aspirantes por parte del Jefe del Estado, como en las rondas de votaciones de los honorables magistrados. Pero si la política, en su expresión más pura, funciona como el aceite que ayuda a los pernos institucionales a fluir mejor, la soberbia es la arena que los traba y termina por dañar todo el motor.
La sinsalida del enfrentamiento Uribe-Corte Suprema se torna cada vez más delicada. Y se agrava cuando a la tensión institucional se le añade el ingrediente personal. Ni el mejor mecanismo de balance de poderes públicos aguanta el protagonismo vanidoso o la terca pugnacidad de sus máximos voceros.
Pueda ser que la anunciada mediación del procurador Ordóñez rinda frutos. Y que tengan eco los tranquilos consejos que le dieron los nueve ex presidentes de la Corte al presidente Uribe en la larga reunión del jueves.
Aunque errores han sido cometidos en ambos bandos, el Primer Mandatario ha dado muestras de entender lo que se necesita para destrabar una crisis que lleva ya demasiado tiempo: serenidad política y una dosis mínima de humildad.
El Tiempo / 28 de noviembre de 2009