El cuadro de recesión, desempleo, corrupción, violencia urbana y crisis diplomática no es el mejor para la reelección y el continuismo.
La segunda reelección del presidente Uribe no está, como él afirma, en manos de la Corte, del pueblo y de Dios. Está embolatada. El nuevo obstáculo que le surgió al referendo –el dictamen de los conjueces del Consejo Electoral sobre los gastos incurridos— hace prácticamente imposible que, en un tiempo tan corto se agoten todas las instancias que faltan. Es simple aritmética de calendario.
Pero más que la mecánica, la realidad política y la opinión pública también se le están empezando a salir de las manos a esa trilogía que, según el Presidente, tiene en sus manos su futuro electoral. La reelección se ha justificado con el discurso de que el electorado buscará en las elecciones del año que viene continuidad en vez de cambio. Pero ese argumento se está cayendo por su propio peso: el país está descuadernado y necesita un nuevo rumbo, un estilo fresco y una distensión de hostilidades internas, necesidades que están moviendo cada vez más a los votantes hacia las filas de la anti-reelección.
La última encuesta Invamer-Gallup demuestra que existe un pesimismo generalizado debido a la situación económica, área en la que el Gobierno se raja. Desde los tiempos de Bill Clinton se considera un axioma que cuando la economía está mal, los ciudadanos desfavorecen a quien está en el mando: en Colombia también, durante años, ha habido una relación directa entre crecimiento del PIB y popularidad presidencial. Ahora estamos en recesión, con una de las tasas de desempleo más altas del continente y con muy pocas posibilidades de recuperación en los meses que quedan antes de las elecciones. Este campo es fértil para el cambio y no para el continuismo.
Tampoco ayuda la percepción sobre la manera como el Gobierno ha enfrentado la corrupción: el 61 por ciento de los ciudadanos en las cuatro principales ciudades del país cree que está empeorando. La pírrica victoria del Gobierno en el Congreso que le salvó el pellejo al ministro de Agricultura Andrés Fernandez, tuvo un alto costo en opinión. El propio Uribe había reconocido las irregularidades del programa AIS, y lo consecuente habría sido un relevo, pues le habría dado credibilidad al propósito de enmienda expresado desde las más altas esferas. El cambio en este tema lo están pidiendo incluso candidatos uribistas como Noemí Sanín.
Ni siquiera el balance sobre la política de seguridad alienta un anhelo de continuidad. Las encuestas indican que esa ya no es la principal preocupación de la opinión pública y en el informe de León Valencia en esta revista queda claro que los resultados de la elogiada estrategia gubernamental tiene muchos bemoles: el surgimiento de un nuevo paramilitarismo (las Bacrim), la violencia en las ciudades y una incipiente reactivación de las Farc. Se necesitan ajustes en vez de más de lo mismo.
En materia diplomática también se requieren nuevos aires que podrían soplar si hay relevo en la Casa de Nariño el próximo año. La tensión con Venezuela es preocupante, lo mismo que la falta de amigos: los empresarios y los sectores vinculados al exterior ven con preocupación la prolongación del aislamiento del país. Una situación indeseable en cualquier momento y sencillamente insostenible en plena globalización. La posición internacional del país no puede seguir igual.
La realidad de un cuadro clínico con recesión, desempleo, corrupción, aislamiento diplomático y resurgimiento de violencia normalmente demanda un cambio y no es fértil para una reelección tan forzada y costosa desde el punto de vista institucional como la que está buscando el presidente Uribe. Lo curioso es que los candidatos de oposición no están utilizando símbolos, banderas ni programas de rectificación, porque no quieren enfrentar el mito de la popularidad personal de Uribe. Así, al paso que vamos, la oposición va a dejar las banderas de cambio en manos del presidente reeleccionista. Vaya paradoja.
Cambio / 26 de noviembre de 2009