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A las peleas institucionales de esta magnitud se les llama con razón 'choque de trenes' porque el efecto que produce un enfrentamiento entre ramas del poder público se puede ilustrar con la escena que resulta del impacto frontal de dos pesadas locomotoras que viajan a alta velocidad y en sentido contrario por la misma carrilera. La imagen es clara, pues este tipo de accidentes, cuando se producen, no dejan indemnes a nadie.

En este caso particular, el problema se agrava, puesto que empiezan en breve las vacaciones judiciales, lo que hace previsible una peligrosa prolongación de la interinidad en la Fiscalía hasta el año entrante, en medio del acalorado debate electoral. Eso es a todas luces inconveniente, pues la principal herramienta del Estado en la lucha contra el delito no puede estar en cabeza de una persona que no tiene idea de cuántos días le quedan en el cargo. Al consagrar que el Fiscal debía tener un período fijo de cuatro años, los constituyentes de 1991 pensaron en garantizarle al funcionario total independencia en el ejercicio de su labor y en la toma de las dificilísimas decisiones que le corresponden, así como un lapso suficientemente amplio para desarrollar de manera integral una estrategia de combate del crimen.

En consecuencia, la prolongada confrontación entre el Presidente y la Corte puede derivar en secuelas muy delicadas en un país que no está en situación de darse el lujo de generarle debilidades a la institución encargada de perseguir a los criminales y llevarlos ante los jueces. Y por eso urge resolver el tema. Pero, ¿cómo?

Para comenzar, no está de más recordar que el sistema de elección del Fiscal General hace imperativa la colaboración armónica entre los poderes públicos, que define la propia Constitución Política en su artículo 113. En este punto está la clave del entuerto. Dicha colaboración armónica no es una amable recomendación de la Carta, sino una obligación inapelable, que pesa sobre los responsables de las instituciones. Es un precepto que no está concebido sólo para los buenos tiempos, sino especialmente para los malos. Es una instrucción para entenderse en las épocas de desavenencias, con el objetivo único de no impedir o entorpecer la marcha del Estado. Constituye, sobre todo, un llamado a la humildad, no a la soberbia. Se podría decir que es entonces un mandato constitucional que en este caso consiste en que cada uno de los poderes ceda algo en sus argumentos -aun sin estar de acuerdo- en aras del funcionamiento del país.

Pero, de continuar los desencuentros, ¿quién podría ser el árbitro? ¿Qué funcionario o instancia puede dirimir un enredo de esta magnitud? El problema es que, desde el punto de vista formal, ese árbitro no está definido en norma alguna. No está contemplada una última instancia para el caso de que exista -como ahora se presenta- una diferencia insalvable entre el Presidente de la República y la Corte Suprema de Justicia.

Pero que la identidad del posible componedor no esté prevista no quiere decir que este no pueda surgir. Y es que la colaboración armónica de que habla la Carta no es sólo entre los tres poderes públicos, sino que incluye a los organismos autónomos, como la Procuraduría.

Por eso creemos que en estos momentos el país debe enfocar los ojos en la figura del Procurador General de la Nación. El cargo que hoy detenta el doctor Alejandro Ordóñez tiene una doble función. Por un lado, es el encargado de ejercer la vigilancia disciplinaria sobre los empleados públicos. En esta calidad, sin embargo, no podría intervenir. Pero una segunda condición del Procurador -quizás la más importante- es la de ser jefe del Ministerio Público. Como tal, debe vigilar el cumplimiento de la Constitución por parte de los funcionarios y organismos del Estado. En tal sentido, sí tiene las calidades institucionales para pronunciarse con suficiente fundamento jurídico y autoridad constitucional, y el país debería atender sus sugerencias como una forma civilizada y lógica de desatar este peligroso nudo gordiano.

El procurador Ordóñez tiene sobradas calidades personales y profesionales como jurista reconocido y hombre de bien, y además cuenta con un mandato sólido que le garantiza su independencia política. La mayoría absoluta que obtuvo en la votación del Congreso que lo eligió deja por encima de toda sospecha su compromiso con este o aquel sector; con la coalición de gobierno o con la oposición; con el Presidente de la República o la Corte Suprema.

En consecuencia, hay que pedirle al Procurador que haga oír su voz y exprese su criterio sobre cómo lograr ese equilibrio y armonía entre poderes que ordena la Constitución Nacional. Que se pronuncie, pues, y cuando lo haga, pongámosle atención. Nos conviene a todos.

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El Tiempo / 21 de noviembre de 2009