Por: Natalia Springer
El bloqueo por el que atraviesa la elección del próximo Fiscal General de la Nación merece un debate que supere lo formal y recupere el peso y el fondo que exige una apuesta en donde lo que nos estamos jugando no es el nombramiento de un funcionario de simpatías particulares, sino la plena funcionalidad y la vigencia vigorosa de la Constitución en Colombia.
No cabe duda de que lo que se ha interpretado como una lucha de egos es en realidad el terreno en el que se expresan dos visiones de país: una interesada en declarar el olvido, y otra que entiende que la impunidad es la más grande amenaza para la paz y que debemos avanzar con decisión hacia la exploración plena de la verdad, la recuperación de la memoria y la exigencia de responsabilidades que permitan negociar un futuro distinto a aquel de sangre y fuego que nos persigue como fatalidad desde la segunda mitad del siglo pasado.
En eso, las mujeres tenemos todo por denunciar y exigir. Desafortunadamente, gracias a la ley de cuotas, hemos pasado de la discriminación al insulto. Oficiamos de masa crítica y requisito de terna, lo que aleja toda posibilidad de asumir como visionarias y jugadoras estratégicas. No hemos conseguido superar, con aportes sustanciales y políticas de género llevadas a la práctica, los obstáculos que nos subordinan como ciudadanas de tercera categoría.
Hoy más que nunca estamos obligadas a romper ese silencio manso que nos ha convertido en corresponsables. Por eso convoco a todas las mujeres de mi país, las desafío a proponerle al Presidente una terna de mujeres, nominadas por mujeres, en la que se escuche con fuerza y vitalidad la voz de nuestras víctimas. Necesitamos una voz empoderada por nosotras, que represente nuestro dolor como madres, como hijas, como ciudadanas, como esposas, y que exprese una deliberación desde lo femenino de lo que esperamos de la política criminal del Estado, pero, sobre todo, que trate con sentido de urgencia nuestra más profunda necesidad de resolver nuestros duelos. El compromiso de honrar a nuestros muertos con la verdad y la justicia no está a la venta. La reparación no es una suma de centavos.
No cambiará nuestra fortuna hasta que asumamos con determinación nuestra vocería y representación. Lo que ya denunciaba el informe 'Las mujeres frente a la violencia y la discriminación derivadas del conflicto armado en Colombia', presentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en enero del 2006 -"la ausencia de una política estatal integral que aborde el impacto específico del conflicto armado en los derechos humanos de las mujeres, tanto a nivel nacional como local, (...) perpetúa la impunidad de las prácticas de violencia y discriminación"-, continúa repitiéndose y acaba de ser reiterado por el Comité de Naciones Unidas contra la Tortura, que cerró sesión el viernes pasado: sigue siendo extraordinaria la vulnerabilidad de las mujeres colombianas como víctimas de tortura y penas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, y "el programa [de reparaciones] se basa en el principio de solidaridad y no en el deber de garantía del Estado".
No necesitamos que nos recuerden más lo que padecemos, sin tregua, en carne propia. Todas sabemos que las mujeres cargan con lo peor de la pobreza y la miseria, que son las obligadas a sobrevivir y enterrar a hijos y maridos y a sufrir, además del desarraigo, el desconocimiento del Estado. Las garantías reales de reparación pasan por asegurar una política criminal con perspectiva de género que imposibiliten la repetición del horror. El primer paso: le solicito a Virginia Uribe que, en nombre de las mujeres colombianas, y no como cuota, siente precedente con una renuncia contundente, que permita superar el impasse y convertir esto en un verdadero debate de principios.
Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.
El Tiempo / 22 de noviembre de 2009