tiempo.jpg

Es claro que la Corte Suprema de Justicia (CSJ) merece respeto por todo lo que representa, pero también lo es que sus integrantes son los primeramente obligados a guardar su dignidad y a llevar con honor y decoro la gravedad de su investidura. No obstante, de un tiempo para acá, algunos honorables magistrados han hecho su propia campaña de desprestigio con conductas que desdicen de la majestad de la Corte.

Inicialmente, fueron los choques de trenes con otras altas cortes, que se volvieron habituales y repetitivos, sobre todo por las tutelas contra sentencias ejecutoriadas por el máximo tribunal. En esa época, el Gobierno parecía respaldar a la Suprema ante los excesos de la Corte Constitucional, de suyo comunes desde su creación, pero luego dio un aparente giro, interpretado por muchos como el pago por la aprobación de la reforma constitucional de la (primera) reelección. Y ahí fue Troya.

Pero, para el ciudadano de a pie, ha sido más desconcertante que algunos magistrados asistieran a francachelas organizadas por mafiosos y les recibieran regalos, a pesar de que un magistrado no debe recibir ni una almojábana de nadie -como predicaba uno de los grandes juristas que pereció hace 24 años por cortesía del M-19-, y de que reciben un frondoso salario que los libera de penurias.

También se enteraron los ciudadanos del llamado 'roscograma judicial' y sus alcances. ¿Quién le negaría un puesto al hijo de un magistrado, como Alfredo Gómez Díaz, director de Agro Ingreso Seguro? Esto y la inoperancia judicial han socavado lo que para la CSJ es su "principal patrimonio: la confianza de todos los ciudadanos en sus jueces". En la última encuesta Gallup vemos que dicha confianza no existe: el sistema judicial tiene una desfavorabilidad del 55 por ciento, mayor que la del Congreso y casi tan alta como la de los partidos políticos.

Es que la Honorable Corte dejó de impartir justicia para hacer oposición desde el día en que, en un arranque de maniqueísmo incomprensible, decidió que el paramilitarismo no podía asemejarse a delito político, ni siquiera en aras del bien supremo de la paz, pues se trataba de 'criminales vulgares', que es, también, lo que terminaron siendo las Farc y el Eln. Posición explicable viniendo del colectivo Alvear Restrepo, pero no de un alto tribunal.

De magistrados bebiendo con potenciales testigos, ni hablemos. De falta de equilibrio entre los procesos de la 'parapolítica' y la 'farcpolítica', qué decir. En la primera basta la versión de un criminal en busca de beneficios para ir condenando. En la otra, la CSJ hasta pretendió que Scotland Yard certificara lo que ya había certificado un ente superior del que la Scotland hace parte. Y ahí vemos las acuciosas preclusiones por 'farcpolítica', o la curiosa devolución a la Fiscalía del expediente del ex congresista Almario, en tanto que la Corte modifica su propia jurisprudencia para volver a tener en sus 'garras' los procesos de los 'parapolíticos'.

La renuencia de la CSJ a nombrar Fiscal General es el impasse más grave en esta cadena de hostilidades. La galería antiuribista reacciona clamorosa ante ese espectáculo bochornoso en el que la Corte pisotea la institucionalidad con el aparente ánimo de ser el contrapeso que a nuestra democracia le hacía falta. Pero el ex magistrado Édgar Saavedra (EL TIEMPO, 03-11-2009) es muy contundente al afirmar que el Fiscal General no tiene que ser penalista, que la Corte está obligada a elegir uno de los ternados y que "ese concepto de inviabilidad, esbozado por la Corte, no existe en la Constitución; se lo inventaron".

Por eso, muchos sostienen que la CSJ abusa de su poder y está a punto de incurrir en un golpe de Estado. Podría ser ideal que el Fiscal sea penalista, pero también sería deseable que, en "el siglo de los jueces", los jueces fueran jueces y no políticos que con 2.303 votos vieron frustradas sus aspiraciones de llegar al Senado. ¿O no, doctor Ibáñez?

El Tiempo / 09 de noviembre de 2009