Aceptar la actitud de la Corte y retirar la terna equivaldría a tolerar la arbitrariedad y colocaría al Ejecutivo en posición de inferioridad
La Corte Suprema de Justicia está incumpliendo de manera abierta y flagrante sus deberes constitucionales al no elegir al Fiscal General de la Nación de la terna que le envió el Presidente de la República. Según la Constitución está obligada a hacerlo, pero no lo ha hecho y no ha justificado formal y legalmente su omisión. Alguien podría demandarla por prevaricato, si la atemorizada e impotente comisión de acusaciones de la Cámara no se hubiera autodisuelto por estos días. Hoy a la Corte no hay quien la ronde. Síntomas estos que se suman a muchos otros graves y frecuentes, y que demuestran la urgencia de una reforma a la estructura institucional de la justicia.
En efecto, de manera inaudita y sin antecedentes esa Corte está debilitando la institucionalidad del país haciendo un alarde de soberbia y absoluta arbitrariedad frente al primer magistrado de la Nación, el Presidente de la República. Porque no otra cosa es sacar de la manga unas nuevas condiciones para elegir al Fiscal, requisitos que no tienen ninguna existencia ni sustento legal. Pero, peor aún es que esa Corte no haya hecho público un pronunciamiento de fondo con sus argumentos para declarar "no viable" la terna presentada por el Presidente. Porque, obviamente, para hacerlo a derechas tendría que justificar por qué esa terna no cumple con los requisitos legales que, entre otras cosas, son los mismos que la Ley exige para ser elegido magistrado de la Corte Suprema. Y todos los miembros de la terna los cumplen, así como con seguridad los cumplieron los actuales magistrados de esa Corte, sin que a nadie se le hubiera ocurrido inventar en su momento requisitos adicionales a los legales ya existentes.
La negativa de la Corte a plasmar en un documento público sus razones hace pensar que hay una mala conciencia que se lo impide: su actitud es insostenible e indefensable desde el punto de vista estrictamente jurídico, lo que, tratándose de uno de los más altos tribunales de justicia de nuestro país, merma su credibilidad y socava su legitimidad, la que al no tener un origen popular ni democrático está basada en la confianza del público en su respeto y estricto apego a las leyes -y nada más que a las leyes- establecidas por órganos del Estado cuya conformación sí tiene origen en la soberanía popular. Y son esas leyes las que en este caso no le confieren a la Corte ningún margen de posibilidad para introducir a capricho requisitos adicionales a los que establece la Constitución. Y no se olvide que un principio básico del derecho es que los servidores públicos sólo pueden hacer lo que las leyes expresamente les autorizan. Y nadie está por encima de la Ley. Ni siquiera las altas Cortes, que son las primeras obligadas a cumplirlas.
Esa misma Constitución ha querido que siendo el Presidente el responsable del orden público y de la política criminal del Estado, él trabaje en estrecha colaboración y coordinación con el Fiscal General. Por eso la Carta le ha dado al Presidente esa capacidad nominadora que lleva implícita la responsabilidad política sobre el nombramiento del Fiscal y sobre el desempeño de la Fiscalía. Y es precisamente esta responsabilidad la que llevó al constituyente a no otorgarle a la Corte ningún poder de veto -o de declaración de "inviabilidad", que para el caso es lo mismo-, sobre la terna presidencial. El que carga con la responsabilidad debe tener la potestad. Por eso la Constitución no le dio a la Corte ninguna discrecionalidad en la conformación de la terna y debe limitarse a escoger al Fiscal entre los candidatos presentados por el Presidente, siempre y cuando todos los ternados cumplan con los requisitos legales. Como es el caso que nos ocupa.
No es, pues, un acto de vanidad ni de orgullo personal del Presidente negarse a retirar su terna e insistir en que de ella debe salir el nuevo Fiscal General. Aquí hay algo de mucho fondo. Es la vigencia plena de la Ley y el respeto entre los poderes públicos. Aceptar la actitud de la Corte y retirar la terna equivaldría a tolerar la arbitrariedad y colocaría al Ejecutivo en una inaceptable e inconstitucional posición de inferioridad y subordinación. Pésimo e inconcebible antecedente que socavaría la estabilidad institucional, pues la piedra angular de una democracia es la sujeción a la Ley y el equilibrio entre los poderes públicos. Estaríamos entonces ante la presencia de un golpe de Estado técnico, que se da cuando las autoridades subsisten, pero hay un desacato de un grupo poderoso que menoscaba la autoridad legal para forzar la adopción de una decisión que corresponde a sus intereses. De esta gravedad es la rebelión de la Corte contra la Ley.
Semana / 10 de noviembre de 2009